Hay que tomar conciencia de lo que es ser un estudiante.
Hace unas semanas, las universidades públicas de todo el país anunciaron las listas de los jóvenes aceptados para cursar una carrera universitaria. Según las estadísticas, 8 de cada 10 aspirantes quedaron fuera de la universidad.
En unos días, los aceptados entrarán con entusiasmo a las aulas, conocerán a sus profesores y harán un grupo de amigos que tal vez sea para toda la vida. Sin embargo, pronto comenzarán a conformarse varios grupos de desertores.
Uno de ellos se conforma por los que no encuentran gusto alguno por la carrera que eligieron y deciden no invertir más tiempo en algo que no les despierta interés. Otro de ellos reúne a los jóvenes que lamentablemente no cuentan con condiciones económicas, emocionales o de salud para continuar. Y hay un grupo muy particular: el de los que simplemente no quieren estudiar.
Este último, cuenta con las especies de alumnos más interesantes. En principio tienen la cualidad de contar con el apoyo económico por parte de sus familias. Ellos pasan largas jornadas dentro de las instalaciones de la universidad sin entrar a clase. Si de casualidad se aparecen por el salón, aprovechan para revisar sus redes sociales en el teléfono celular. Y si les va bien, pasan "de churro" una que otra materia debido a que su ánimo de final de semestre les permite hacer un trabajo de mediana calidad.
Es probable que este problema no sea exclusivamente universitario. Desde la primaria, hay niños que padecen la escuela y tal vez, en medio de una clase de matemáticas se digan a sí mismos “¿y a mí esto para qué me va a servir?”
¿Qué hacer? ¿Quiénes son los responsables de tal desánimo escolar? Walter Benjamin, filósofo berlinés del siglo pasado, en sus textos de juventud diría que para empezar hay que tomar conciencia de lo que es ser un estudiante.
El estudiante debe consagrarse a su ocupación que es estudiar. Poner toda la confianza en sacralizar lo aprendido para encontrarle sentido. Tomar la información no como datos aislados a su experiencia, sino que debe preguntarse ¿qué dice lo que aprendo de mí?
Para Benjamin, debemos saber que lo que aprendemos no es un mérito de crecimiento individual, sino que hay que ponerlo al servicio de una meta común que debe ser el desarrollo de la cultura. Tanto el estudiante, el profesor y el sistema educativo tienen que fomentar el desarrollo y la revisión constante del contenido de los valores, como la confianza, la honestidad y el respeto, ya que bajo estas circunstancia el estudiante puede darle la cara al futuro.
Es tiempo de que los jóvenes nos tomemos a nosotros mismos en serio. Que la alegría de vivir sea el motor que impulse nuestro aprendizaje. Así, el proceso educativo no será truncado al momento de presentar un examen y aprobar un curso, sino que nuestra formación se irá transformando en un modo de vivir con congruencia entre lo que aprendemos, hacemos y decimos más allá de las aulas.
En estos tiempos, llegar a la universidad no es cualquier cosa. Debemos hacer valer el lugar que ocupamos en una institución como la universidad y no dejar morir en el aula las grandes ideas de muchas mentes del pasado.