El encuentro entre Arizmendi y Vasconcelos fue el inicio de la “tormenta”.
“El vientre de Adriana era digno de la esmeralda de Salomé. Su boca fina y pequeña perturbaba por incitante”. Así se refería José Vasconcelos a Elena Arizmendi por el desprecio del abandono. Perfil mitológico, de mujer fatal, que seduce a los hombres para luego despreciarlos. Esta caricatura de Arizmendi la creó el propio Vasconcelos en sus libros de Ulises Criollo y la Tormenta, para subsanar el abandono de la que creía su divinidad, y ese estereotipo es el que surca aún nuestros días.
Sin embargo, Arizmendi fue más. En 1911, con apenas 27 años, Elena terminaba sus estudios de enfermería en San Antonio, Texas, a la vez que la revolución maderista tomaba la Ciudad Juárez, Chihuahua como un estandarte del inicio revolucionario.
En San Antonio, Elena entabló una amistad profunda con la familia Madero, la cual se encontraba exiliada. Iniciada la lucha armada, Elena se conmovió hasta el extremo “de ver el sufrimiento de los combatientes revolucionarios”. Viajó a la Ciudad de México para ofrecer sus servicios de auxilio médico a la Cruz Roja, pero su petición fue rechazada, porque aquella institución pertenecía aún al gobierno porfirista. Entonces, decidió por cuenta propia crear una institución médica, recurriendo a escuelas de médicos, para auxiliar a los combatientes del bando revolucionario, La Cruz Blanca Neutral.
Su activismo social, aunado a su relación con la familia Madero, contribuyeron a franquearle el paso a su proyecto humanitario, significando en un contexto Moral, como lo señaló Luis Cabrera, “la igualdad en el sufrimiento y la rehabilitación de la caridad mexicana”.
Sus esfuerzos solidarios coincidieron con el triunfo de la revolución maderista y su encuentro con José Vasconcelos, a quien acudió “en busca de un abogado”. De su encuentro en su despacho el maestro de América apuntó: “El país enteró aclamó entonces como heroína, a quien supo reclutar mujeres y médicos para acudir al campo rebelde desentendido del servicio social”.
El encuentro entre Arizmendi y Vasconcelos fue el inicio de la “tormenta” que los definió para la historia: “amor, intelecto, celos, sexo e ira, los dibujaron para la eternidad”.
Los textos de Gabriela Cano sobre Arizmendi y su relación con Vasconcelos, aseguran que su promiscuidad “aceleró sus vidas”. Para 1916, Elena emigró a Estados Unidos para rehacer su vida, lejos de la corrosividad vasconceliana o como ha dicho Enrique Krauze de “la más famosa representación de amor loco en la literatura mexicana”.
En New York, Arizmendi continuó su activismo y lo reforzó con su participación en colaboraciones literarias de tamiz feminista. Fundó Mujeres por la Raza, un movimiento que pretendió innovar en cuanto a los derechos de la mujer “panamericana” en diversos coloquios internacionales. Ello le permitió llevar sus propuestas a diversos países del mundo, principalmente en México, en que las mujeres tenían muy pocas oportunidades de sobresalir durante los años posrevolucionarios.
En 1925 regresó a México para dictar una conferencia sobre las "nuevas mujeres de México en la búsqueda de la Igualdad". Su propuesta tardó un poco más de un año en ser aceptada. Sin embargo, los rumores lacerantes sobre su relación lasciva con Vasconcelos que aún pervivía le obligaron a regresar a New York. Para 1927 publicó su autobiografía, Vida incompleta. Ligeros apuntes sobre mujeres en la vida real.
Elena volvió a México en 1936, invitada por el presidente Lázaro Cárdenas para celebrar el 25º aniversario de la creación de la Cruz Blanca. Pero regresó a Estados Unidos embotada del ensimismo cultural de México, el cual nunca le perdonó su fatuidad vasconcelista. Un año después volvió a México para enfrentar su destino y años después murió en el país que denodadamente ayudó a construir.