El pueblo de Dios sabe olfatear bien donde hay santidad”.
Papa Francisco sobre la canonización de San Óscar Romero.
Ayudaba a mi abuelo Miguel Melgar en su jardín, removiendo la tierra de los crotos, cuando me contó de Monseñor Óscar Arnulfo Romero.
Estaba ilusionado porque ese miércoles, día en que iba a sus actividades católicas, tendrían la visita del Arzobispo.
Papá Miguel había sido siempre un hombre familiarizado con la jerarquía eclesiástica y, según su relato de esa tarde, Monseñor Romero era alguien “distinto”.
Mi abuelo había sido profesor del Externado San José, un colegio jesuita que en su momento formaba a los niños y adolescentes de las clases medias y altas. Y me compartía sus vivencias y reflexiones. Ahora entiendo que siempre ligaba sus consideraciones católicas al momento político nacional. Y estaba muy conmovido por la forma de ser de Arzobispo Óscar Arnulfo Romero.
Me contó que era muy sencillo, que visitaba feliz a las comunidades eclesiales, que le gustaba mucho la gente laica comprometida. Tengo perfectamente claro ese momento de su relato porque fue la primera vez que escuché el término laico.
La descripción de papá Miguel sobre Monseñor incluyó lo preocupado que estaba por ir con los salvadoreños de todas partes, sin importar dónde o cómo vivían.
Apasionado para describir situaciones que le emocionaban, hizo énfasis de cómo aquel Arzobispo era diferente porque no hacía diferencias entre los católicos con dinero y los humildes, palabra muy socorrida por mi abuelo.
Hizo en su relato un paréntesis: “Monseñor Romero tiene predilección por los pobres”. Y de inmediato aclaró: “Pero no es de la Teología de la Liberación, porque eso es comunismo”.
Era el año de 1977. Lo recuerdo porque yo había concluido la primaria y estaba por cursar el séptimo grado. Tenía 12 años.
Entusiasta en organizar fiestas y reuniones, mi abuelo me contó de sus deseos de invitar al Arzobispo a la casa para algún miércoles y que vinieran los vecinos. En aquellos años se habían hecho comunes las misas en casa.
Ese año asesinaron al padre Rutilio Grande, que era amigo de Monseñor Romero y comprendí que las historias de la televisión y los periódicos eran muy diferentes a las que se balbuceaban en voz baja en mi casa.
¿El padre Rutilio era guerrillero y comunista? ¿Quién lo mandó a matar?
Mejor no preguntar. Eran días de miedo. Y yo temía a esos relatos que acerca de células subversivas y clandestinas se difundían en La Prensa Gráfica y que resultaban similares a lo que mis padres hacían con amigos: conversar sobre el gobierno represor y la importancia de la revolución.
MÉXICO SOLIDARIO
Ya no supe si papá Miguel concretó su idea. Tampoco sé cómo vivió el asesinato de Monseñor Romero en marzo de 1980. Si asistió a la misa del domingo en la Catedral de San Salvador, si pudo llorarlo como al mártir que defendió a los jóvenes y a los luchadores sociales de la represión militar que el gobierno ordenaba.
No lo supe porque mi hermana Gilda y yo salimos hacia México para encontrarnos con nuestros padres, el 19 de noviembre de 1978.
Y fue aquí, abrazadas por decenas de mexicanos ilusionados con la lucha armada revolucionaria en Nicaragua y El Salvador, que el nombre de Romero se hizo común y familiar.
Porque en el deslumbrante Distrito Federal de aquella navidad, aprendimos a leer el unomásuno, a escuchar Radio Educación y a morirnos de risa con las caricaturas de Magú.
Aquí sí podíamos hablar de Cuba, de la izquierda y cantar a Pablo Milanés y a Silvio Rodríguez en voz alta.
Aquí, las portadas de Excélsior y de unomásuno daban cuenta de las horas amargas que protagonizaban los movimientos de liberación nacional en Centroamérica.
Cada fin de semana asistíamos a eventos de solidaridad en las universidades, en foros sindicales. Íbamos a Puebla y a Cuernavaca, donde Monseñor Sergio Méndez Arceo hablaba de la Iglesia Preferencial por los Pobres y de los derechos humanos que se violaban en El Salvador.
Fue en los intensos meses de 1979, en medio de la ilusión petrolera del presidente José López Portillo, cuyo canciller era Jorge Castañeda padre, que entendí la excepcionalidad de México y que nuestra familia estaba a salvo, que no había nada qué temer, que las madrugadas de angustia pensando que podían venir a casa por mis padres, habían quedado atrás.
Y me daba una especie de vergüenza aquel sentimiento de alivio, porque eran cotidianas las noticias de los amigos desaparecidos, de los que habían muerto empuñando el fusil, decían, o de quienes se habían internado en el monte, que era una forma de contar el paso de alguien a la clandestinidad, al uniforme de alguna de las organizaciones que conformaron el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
La tarde del lunes del 24 de marzo de 1980 que acribillaron a Monseñor Romero mientras daba una misa, nuestro departamento se llenó de salvadoreños que radicaban en México y de mexicanos que nos cobijaban con sus redes de solidaridad.
En el comedor estaban los recortes de periódicos de los reportajes escritos por enviados especiales. Veíamos el noticiero de Imevisión y yo volvía a experimentar ese respiro de no va pasar nada cuando mi mamá repetía y repetía que la guerra civil había comenzado y que ahora vendría lo peor.
El domingo del entierro de Monseñor fuimos a una misa que simultáneamente se realizó en la capital mexicana.
De regreso a casa, nos abrazamos a llorar mientras veíamos por televisión la imagen de la estampida en el parque central de San Salvador. La persecución había arreciado. Y las decenas de zapatos retratados y filmados por las cámaras de los periodistas extranjeros inauguraban así, aquel 30 de marzo, su nueva condición de corresponsables de guerra.
LOS ACUERDOS DE PAZ
Once años después, en diciembre de 1991, hicimos una inolvidable excursión con nuestros amigos mexicanos a un San Salvador que ya esperaba los Acuerdos de Paz. Faltaban 36 días para que fueran firmados en el Castillo de Chapultepec.
Ya no olía a miedo. Y la memoria de Monseñor Romero se veneraba en voz alta. Y sus palabras, aquellas que desencadenaron el odio de sus asesinos, cuando en nombre de Dios les ordenó a los integrantes del Ejército no disparar contra sus hermanos, se habían vuelto un sello nacional, una especie de manto protector, un llamado atemporal a deponer las armas, un legado, un mantra, una misión colectiva, un decreto.
Acaso porque aquella convocatoria del mártir Romero conllevó el sacrificio de su propia vida, ninguna otra figura de la gesta guerrillera alcanzó la heroicidad que acuñan las narrativas de las revoluciones que llegan al poder.
Cuando el FMLN se volvió gobierno, nadie pretendió disputarle a Monseñor el carácter de guía espiritual y política.
Año con año, creció la Romería, el romerismo, la emoción colectiva de la identidad que recobra su significado en un ser tan digno como valiente, generoso y universal.
JUSTICIA DIVINA
Su beatificación, en 2015, terminó de sacudir las resistencias hacia el reconocimiento del martirio de Romero. Y es que sólo entonces, con la narrativa oficial del Vaticano de por medio, los sectores conservadores de la Iglesia Católica en El Salvador y en el mundo comenzaron a ceder.
Visto como un sublevado, Monseñor Romero también padeció el rechazo de la institución desde aquellos que aún lo identifican como un representante de rebeldía.
Su canonización este fin de semana pinta un antes y un después en la religión latinoamericana y en la historia proscrita de los pueblos silenciados.
No es la imagen de San Romero de América en la fachada del Vaticano lo que ahora nos hace llorar de alegría. No nada más. Sino la certeza de que, en vida, nos ha tocado atestiguar la caída de un paradigma, el de la Iglesia sojuzgada por las élites, y contar ahora, en los tiempos del Papa Francisco, con un Santo de carne y hueso que marcará para bien el sentir de un pueblo reivindicado en su fe.
Asistimos a los inicios de un fenómeno sin precedentes en la historia contemporánea porque rompe, con un símbolo vivo de paz y reconciliación, el discurso de la feligresía resignada al dolor y la injusticia.