jueves 21 noviembre, 2024
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«ANDANDO Y PENSANDO»: Weber en la coyuntura mexicana II

Nota y transcripción: Jorge Lamoyi

Doy continuidad a mi interés en adaptar la lectura de El político de Max Weber a la actualidad política de México. El interés es hacerla, a partir del sociólogo alemán, más comprensible.

Respecto a los políticos  profesionales: “Hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive ´´para´´ la política o se vive ´´de la política´´. De allí, que los políticos que viven de la política no acepten ninguna argumentación ni cuestionamientos reales a sus proyectos, pues literalmente, dependen de la actividad política, tanto respecto a su vocación como a su subsistencia material. Si tienen paciencia para escuchar a sus interlocutores, ya es gran mérito.

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“La cuestión que ahora nos interesa es la de cual sea la figura típica del político profesional, tanto la del Caudillo como la de sus seguidores. Esta figura ha cambiado con el tiempo y se nos presenta hoy además bajo muy distintos aspectos.”

“¿Cómo se produce la selección del Caudillo? Y en primer lugar ¿qué facultades son las que cuentan? Aparte las cualidades de la voluntad, decisivas para todo en este mundo, lo que aquí cuenta es, sobre todo, el poder del discurso demagógico.”

En cuanto a si AMLO es o no un caudillo, en términos políticos, Weber nos dice que sí lo es. Esto es muy importante. Antes de releer el texto me negaba a aceptar tal categoría basado en que el concepto del caudillo era de estricto significado militar, sin embargo, es más amplio. Me negaba a aceptarlo porque los comentaristas de televisión y de prensa insistían en calificarlo y descalificarlo con este término no como una descripción de su personalidad política sino como un defecto de su formación e, incluso, de sus intenciones ya una vez al mando del Estado.

También, aunque Weber no lo trata, el asunto de que AMLO era un mesías, merece atención. Ese concepto e idea la popularizó en textos y en televisión Enrique Krauze. En lo personal siempre me pareció muy abusiva y hecha con muy mala fe esa denominación,  pues un hombre como Krauze que además es un miembro prominente de la comunidad judía, no ignora lo que realmente significa el concepto de mesías, en esa cultura tan vital para la historia de Occidente. Oculto  Krauze, junto con muchos otros periodistas de medios, en la preocupación de la llegada de un mesías al gobierno de México, es más que visible que han buscado la preservación de sus intereses de negocios, y no la salud de la vida pública de México.  Eso puede ser legítimo, sin embargo, la influencia de personajes como Krauze, me parecía perniciosa en un país de tan bajo nivel de lectura, en la que el autor de las Biografías del poder, es, lo escribo un poco en broma, un mesías de la opinión pública. Su propaganda electoral no tuvo ninguna influencia real en la votación final del proceso, demostrando que su influencia es mucho menor a la que uno pensara. Por cierto, todos los tomos de sus biografías del poder, los regalé a un librero itinerante de la calle Lerdo, en Villahermosa, y ya ha vendido la mayor parte; sólo lamenté desprenderme de la iconografía contenida en los volúmenes, pero mi librero goza más espacio,  y perdoné al joven que fui por haber leído con auténtico interés –casi como dogma- aquellas historias fútiles y amenas hechas no para dilucidar significados históricos y de vida, sino para ganar dinero.

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La explicación justa de por qué José Antonio Meade, el candidato del PRI, no era un candidato competitivo para una empresa política, Weber me la develó:

“Más de una vez, en cambio hemos tenido qué presenciar cómo el funcionario metido a político convierte en ´´malo´´ con su gestión técnicamente ´´mala´´ un asunto que en ese sentido era ´´bueno´´. La política actual se hace, cada vez más, de cara al público y, en consecuencia, utiliza como medio la palabra hablada y escrita. Pesar las palabras es tarea central y peculiarísima del abogado, pero no del funcionario que ni es un demagogo ni, de acuerdo con su naturaleza, debe serlo y que, además, suele ser un pésimo demagogo, cuando pese a todo intenta serlo.”

Entiendo una cuestión fundamental. No es lo mismo ser un político que un funcionario. Esta es una distinción fundamental que, en un país de América Latina casi siempre se pasa por alto. Y qué certeza cuando se dice que no hay peor demagogo que el funcionario metido a estos menesteres. Durante la campaña llegué, como un ciudadano atento al proceso electoral, a sentir compasión por Meade. Su persona, su discurso y sus cambios de tono, su gestualidad, las blusas mexicanas de su esposa, sus camisas blancas arremangadas, todo me lo evidenciaba como un hombre destinado a ser la víctima propiciatoria de un ritual que se llevaba a cabo día con día de la campaña, y en la que él al participar era el único que no sabía cuál era su papel en esta trama:  ser el cordero del sacrificio de un sistema podrido, -también, tan importante en la cultura judía.  ¿Habrá observado este detalle, el “liberal” Enrique Krauze?

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Otro tema que Weber explica con precisión y economía de conceptos es el siguiente: que los periodistas también son políticos y, por lo tanto, también son demagogos. En la Teoría de Juegos se explica y demuestra que los periodistas, de prensa escrita y de medios electrónicos, también son jugadores en los procesos políticos, y que buscan influir en sus resultados finales.  Hasta la actualidad, al menos en México que es la realidad que nos interesa, los periodistas insisten en parecer personajes neutrales cuya tarea es orientar al público. Los periodistas buscan su ganancia legítima, mas al asumir una supuesta neutralidad le otorgan a su opinión un valor moral. Y es allí donde no se puede estar de acuerdo con su planteamiento. Durante esta última campaña leímos y oímos una gran cantidad de ataques en todas las formas y todos los tonos contra dos de los candidatos: AMLO y Ricardo Anaya. Los periodistas que atacaban a ambos no eran sino políticos disfrazados de tales, que todavía hoy, exigen un reconocimiento a su veracidad, es decir, reclaman una legitimidad moral, para obtener poder político, con todo lo que eso implica.

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