Por. María del Socorro Pensado Casanova
X: @mariaaspc / IG: @pcasanovams
“No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos,
de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos.”
La otra América, 1967, Martin Luther King.
La humildad y modestia exigidas como condicionantes para aceptar agresiones y descalificaciones se convierten en una sumisión a la soberbia y reproducen rutas hacia la violencia.
La noción socialmente aceptada de perfección suele construirse sobre expectativas imposibles, se espera que todas las personas sean impecables, infalibles, firmes y siempre conciliadoras. Esta ficción opera como un mandato que empuja a tolerar agresiones, descalificaciones o abusos bajo la idea de que “debes aguantar”, porque el conflicto es un fracaso y el silencio una señal de madurez. En realidad, esta lógica tolera la violencia y promueve su ejercicio, replicando un modelo que asocia la humillación con el control y la denigración con el poder.
De esta manera, el discurso que circula en torno al deber de “ser fuerte”, “ser humilde” o “no exagerar” establece un conjunto de expectativas que propician el silencio. Bajo esta presión, las experiencias de violencia parecen relativizarse o justificarse, mientras se exige que ningún ataque debe ser cuestionado para no mostrar debilidad o ingratitud. Sin embargo, esta aparente fortaleza somete, y es desde esa sumisión donde las rutas hacia el abuso se vuelven más profundas y difíciles de identificar.
Caer en un ciclo de violencia puede iniciar con pequeñas concesiones, desde permitir una falta de respeto hasta justificar un maltrato. Con el tiempo, estas prácticas erosionan la estabilidad emocional y distorsionan la percepción propia, instalando la creencia de que para conservar la tranquilidad es necesario resistir en soledad. Cuando el daño se acumula, la persona afectada puede quedar atrapada entre dos salidas igualmente nocivas; la primera, convertirse en víctima permanente, y la segunda, reproducir la violencia aprendida, creyendo erróneamente que la agresión es un medio para recuperar control, dignidad o un supuesto ideal de perfección.
Reconocer este proceso no es sencillo, ya que la sociedad tiende a romantizar la resistencia sin cuestionar sus costos y ninguna forma de violencia se justifica bajo el argumento de la estabilidad o del amor. La renuncia a la propia dignidad en aras de conservar una relación, un vínculo o una rutina solo conduce al desgaste personal y a la normalización del abuso. En otras palabras, quien tolera agresiones pierde su capacidad de decisión, y quien calla se vuelve cómplice no intencional de la violencia que opera en su propia vida.
Las erratas de la perfección aparecen precisamente ahí, en fingir que no ocurre nada, en simular bienestar, en sostener dinámicas dañinas por miedo a romper con lo conocido. La costumbre, la dependencia emocional o la expectativa social de permanecer al lado de quien hiere pueden hacer que las personas justifiquen actos que vulneran su integridad. Pero ninguna estabilidad vale el precio de la humillación, ningún afecto convierte la violencia en un gesto legítimo.
La permanencia en entornos que restan dignidad deteriora la autoestima y la percepción del propio valor. La compañía que no acompaña, la ayuda que no apoya y el afecto que desaparece cuando más se necesita prueban que la relación fragmenta en lugar de sumar. No obstante, la salida existe aunque no siempre sea evidente, pero implica reconocer la violencia, detenerla y abandonar los espacios que la sostienen. Es fundamental saber que la tolerancia prolongada a situaciones negativas dificulta el retorno a una vida emocional estable.
Cada persona tiene la posibilidad y la responsabilidad de refutar los modelos de perfección impuestos por el histórico sistema relacional. Hay que abandonar la idea de que el amor, la dignidad o la fuerza se prueban a través del sacrificio o la resistencia al dolor. Así, la plenitud afectiva emerge al reconocer que nadie está obligado a permanecer donde es vulnerado, y no de la sumisión ni de la renuncia a los límites propios. Imprescindible recordar que las relaciones se fortalecen con libertad, responsabilidad y cuidado mutuo, sin imposiciones, miedo o violencia.
El amor, entendido como una elección cotidiana, implica respetar la autonomía propia y ajena. Incluso en el afecto más genuino no existe facultad alguna para exigir permanencia ni forzar vínculos. La idea distorsionada de la perfección puede justificar o encubrir agresiones.
Cuestionar y frenar las erratas de la perfección es, en definitiva, un acto de autonomía, dignidad y responsabilidad social.
