A la memoria de José Ignacio Báez Ríos, abuelo de Santiago, Mateo y Fernanda,
a un año de su partida.
Por. Boris Berenzon Gorn
X: @bberenzon
Setecientos años después de la fundación de México-Tenochtitlán, nos enfrentamos al espejo vehemente de la historia. No como arqueólogos del pasado, sino como herederos de una promesa incumplida. Tenochtitlán no es una ciudad perdida ni un mito congelado en el tiempo: es un símbolo latente, un latido persistente que interpela nuestra memoria, nuestra identidad y nuestro porvenir. Su evocación no puede limitarse a la conmemoración ritual ni al espectáculo de una grandeza extinta. Nombrarla, hoy, es abrir una herida: la de un país edificado sobre la exclusión, sobre la imposición de un mestizaje que normalizó el despojo, sobre una modernidad que arrinconó a los pueblos originarios y afromexicanos como residuos del pasado. Incluso la polémica sobre la precisión de las fechas es parte de la vitalidad dialéctica del pensamiento histórico. Encomiar Tenochtitlán exige que a la par de las ceremonias; tengamos voluntad histórica, imaginación política y una ética y estética del reconocimiento profundo. Nos obliga a revisar críticamente no sólo cómo recordamos, sino desde dónde lo hacemos y con qué propósito: si para repetir las viejas jerarquías bajo nuevos discursos o para abrir, de una vez por todas, el horizonte de una nación verdaderamente plural.
El pasado 26 de julio, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, encabezó en el Zócalo capitalino la ceremonia conmemorativa de los 700 años de la fundación de México-Tenochtitlán. El programa, titulado México-Tenochtitlán, siete siglos de Legado de Grandeza, fue un acto cargado de simbolismo político y cultural. En el corazón mismo del poder nacional, se afirmó que México no nació con la llegada de los españoles, sino con las civilizaciones indígenas que tejieron un universo de ciudades, cosmovisiones y sistemas complejos mucho antes de la conquista. En palabras de Sheinbaum: “Reconocer Tenochtitlán es honrar el México profundo, milenario y resistente”, ese del que hablara Guillermo Bonfil Batalla y cuyo eco resuena, cada vez más, como una asignatura y una promesa pendiente.
Este reconocimiento resulta imprescindible, pero no es suficiente. Honrar a Tenochtitlán implica mucho más que ceremonias: exige una transformación radical del imaginario nacional, una crítica frontal a las bases ideológicas que han sostenido el proyecto de nación desde la Independencia hasta nuestros días, y una revisión profunda de las formas contemporáneas del racismo estructural. La evocación de Tenochtitlán corre el riesgo de convertirse en una postal de ocasión si no va acompañada de una descolonización real de la cultura, la educación y el pensamiento.
Durante décadas, la narrativa del mestizaje ha funcionado como un dispositivo de domesticación simbólica. Se ha presentado como un modelo incluyente, pero en realidad ha operado como una forma de asimilación forzada, donde lo indígena ha sido aceptado únicamente en la medida en que se ha subalternizado, folclorizado o diluido en una supuesta “unidad nacional”. En esta lógica, el indígena ideal no es el que resiste ni el que habla su lengua, sino el que se mimetiza, el que obedece, el que se vuelve invisible.
La filosofía mexicana ha abordado esta problemática desde distintos flancos. Desde Samuel Ramos, que en Perfil del hombre y la cultura en México intentó diagnosticar nuestras inseguridades culturales, hasta José Gaos, quien pensó desde la excentricidad del exilio, pasando por Octavio Paz y su generación, que oscilaron entre el ensayo poético y la reflexión crítica sobre el ser mexicano, se ha intentado capturar una esencia nacional. Pero, ¿acaso esa esencia no ha sido siempre una construcción útil al poder?
El Grupo Hiperión, con figuras como Emilio Uranga y Leopoldo Zea, propuso una filosofía de lo mexicano que partía de la circunstancia histórica y cultural. No obstante, como advirtió Luis Villoro, si una filosofía pierde su vocación universal y se encierra en los límites de lo nacional, traiciona su naturaleza crítica. Villoro planteó que no se trata de fundar una “filosofía mexicana” en sentido esencialista, sino de pensar desde México, con conciencia de su pluralidad, de sus injusticias y de sus potencias.
Hoy, la filosofía mexicana vive un momento paradójico. Académicamente ha alcanzado un grado notable de especialización, pero cultural y socialmente ha sido marginada. Incluso hay quienes proponen su exclusión del sistema educativo, bajo el argumento de que es prescindible. Este intento de silenciamiento no es casual: responde a una batalla más profunda, una disputa por la memoria, por la identidad y por el sentido mismo de comunidad.
A ello se suman las amenazas actuales del sistema. Las comunidades indígenas y afromexicanas, lejos de haber sido integradas de manera justa, siguen enfrentando formas renovadas de despojo: políticas públicas que desconocen sus derechos históricos, violencia institucional, discriminación persistente y una economía que los relega a las orillas del desarrollo. La historia de las últimas décadas está marcada por maltratos, desplazamientos, estigmatización y silencios. No se trata solo de una historia lejana de conquista y subordinación, sino de una actualidad atravesada por la exclusión sistemática y la negación de su dignidad.
¿No es este el momento en que debemos preguntarnos qué significa hoy descolonizar el saber? ¿Qué papel juegan los saberes del sur en la construcción de una historia más justa? Tal vez la historia, entendida como campo de narración e interpretación del pasado, pueda ofrecernos una primera respuesta. Pero no cualquier historia. Se necesita una historia viva, imaginativa, abierta al accidente y a lo imprevisible. Edmundo O’Gorman, en un gesto de insólita lucidez crítica, escribió: “Quiero una imprevisible historia como lo es el curso de nuestras mortales vidas; una historia susceptible de sorpresas y accidentes, de venturas y desventuras; una historia tejida de sucesos que así como acontecieron pudieron no acontecer; una historia sin la mortaja del esencialismo y liberada de la camisa de fuerza de una supuestamente necesaria causalidad; una historia solo inteligible con el concurso de la luz de la imaginación; una historia de atrevidos vuelos y siempre en vilo, como nuestros amores; una historia espejo de las mudanzas, en la manera de ser del hombre, reflejo, pues, de la impronta de su libre albedrío, para que en el foco de la comprensión del pasado no se opere la degradante metamorfosis del hombre en mero juguete del destino inexorable”.
Esa historia, liberada del dogma del destino nacional, puede convertirse en una herramienta para reimaginar el futuro desde los márgenes: desde los pueblos originarios, desde las voces históricamente silenciadas, desde otras epistemologías posibles.
Superar el racismo no es un gesto ético individual, sino una reconfiguración estructural. Implica desmontar las jerarquías heredadas de la colonia y del mestizaje impuesto; exige cuestionar los privilegios lingüísticos, estéticos y epistémicos que continúan reproduciéndose. Pero, sobre todo, demanda un giro en nuestra comprensión del “nosotros”. ¿Y qué significa hoy ese “nosotros”? Las nuevas generaciones deben aprender a leer el rostro de México no como una unidad homogénea y ficticia, sino como un mosaico vivo de pueblos, lenguas y saberes. La identidad nacional no debe funcionar como un molde restrictivo, sino como un campo abierto de resonancias múltiples, donde quepan los pueblos originarios, las comunidades afromexicanas, los migrantes, las disidencias.
No es posible hablar de una tradición sin interrogar sus traiciones. Cada vez que la historia oficial excluyo, cada vez que la cultura dominante ridiculiza lo indígena o exalta un pasado prehispánico mientras despoja a los pueblos que lo encarnan, se traiciona esa tradición. No hay herencia sin responsabilidad. Como recordaba Walter Benjamin, incluso los muertos no estarán a salvo si el enemigo vence. Y el enemigo, hoy, tiene rostro de olvido, de homogeneidad, de mercado.
Por ello, el acto de honrar Tenochtitlán debe estar indisolublemente ligado a la defensa de las culturas vivas. Reivindicar la grandeza de las civilizaciones originarias solo tiene sentido si se acompaña de políticas lingüísticas, educativas, territoriales y simbólicas que reconozcan y fortalezcan a los pueblos históricamente desplazados. No basta con recordar: es necesario restituir, reconstruir, rehacer el presente desde otras memorias, otros lenguajes, otros horizontes.
La filosofía, lejos de ser un ornamento académico, tiene aquí una tarea ineludible. No como forma de autocelebración intelectual, sino como crítica radical de las condiciones que permiten —o impiden— la vida digna. Pensar desde México no implica buscar una esencia fija, sino confrontar nuestras contradicciones, visibilizar nuestras fracturas y abrir espacios de sentido compartido.
Quizá el gesto más honesto que podemos tener frente a Tenochtitlán no sea idealizarla, sino permitir que nos interrogue. Que nos diga lo que no queremos oír: que seguimos construyendo una nación sobre el despojo; que seguimos hablando de inclusión mientras se excluye; que seguimos celebrando la diversidad mientras se entierra.
Setecientos años después, la historia no ha terminado. Está en disputa. Y cada palabra, cada imagen, cada gesto público tiene un peso en esa contienda. No se trata solo de recordar el pasado, sino de decidir qué tipo de futuro merecemos. Y ese futuro, si quiere ser justo, deberá levantar sus cimientos sobre una memoria viva, una comunidad plural y una filosofía que no traicione su origen crítico. Solo así, Tenochtitlán podrá ser más que una metáfora gloriosa de nuestro país: podrá ser una promesa por cumplir.