viernes 27 junio, 2025
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RIZANDO EL RIZO: El rumor y el rencor

Por. Boris Berenzon Gorn

 

El rumor y el rencor cohabitan con nosotros en silencio, deslizándose por los pliegues más íntimos de la vida cotidiana como sombras que, aunque discretas, resultan persistentes y corrosivas. El primero —ese murmullo impersonal que parece nacer de la nada— encuentra en el anonimato su terreno más fértil, allí donde la palabra se vuelve liviana y la responsabilidad se diluye. El segundo —más denso, más íntimo— habita la memoria herida, esa región del alma donde se acumulan resentimientos que, sin hallar expresión directa, terminan afilando el deseo de destruir. Ni el rumor ni el rencor son simples deslices de la conducta; son, en cambio, manifestaciones profundas de un malestar social que ha aprendido a hablar por la espalda y a odiar sin confesión.

En los territorios del anonimato, el rumor se propaga como fuego sobre pasto seco. Las redes sociales han amplificado su potencia, ofreciendo espacios donde el juicio se ejerce sin rostro y donde el castigo precede al pensamiento. Comentarios anónimos, perfiles falsos, mensajes reenviados sin firma: la palabra se convierte en arma. En este escenario, el rumor deja de ser un desliz verbal para volverse una forma de violencia organizada. Alguien insinúa, otro replica, y pronto la cadena se activa: se construye un linchamiento simbólico que no requiere pruebas ni matices. Nacen los excluidos, los “apestados” de cada grupo, aquellos sobre quienes se proyecta una etiqueta que los invalida. Se les evade, se les condena, se les teme o se les odia, no importa si por su éxito o su fracaso: ambos resultan intolerables para quienes no se atreven a vivir su propia verdad. Esta forma de violencia, que parece menor por su falta de estruendo, constituye una ejecución cívica, una muerte simbólica sin juicio ni defensa. Lo más trágico es que quien cae en este círculo vicioso, termina muchas veces por destruirse desde adentro.

Detrás del rumor suele latir un rencor antiguo, opaco, endurecido por el tiempo. Se envidia no solo lo que el otro posee, sino también lo que no tiene —su falta como libertad—, o incluso simplemente lo que es. Porque la envidia, como se sabe, no se sacia jamás. Adopta formas sutiles, se disfraza de opinión objetiva, se camufla como preocupación. Pero, en esencia, es deseo de que el otro no exista, o al menos, que no brille. Para muchos, el rumor se vuelve consuelo, un recurso pequeño pero eficaz para atenuar el peso de la frustración. No se busca lo que el otro tiene; se anhela que lo pierda. No se desea construir algo propio, sino contemplar el derrumbe ajeno. El rumor, entonces, funciona como válvula de escape para quienes no toleran el vacío de su propia vida. Hablar del otro —juzgarlo, reducirlo, caricaturizarlo— se transforma en una estrategia de presencia: estar ahí, aunque sea a través de la sombra que proyecta el desprecio.

En ciertos casos, quien se entera de que se habla de él, lejos de alarmarse, se siente confirmado. En un mundo donde todo se mide por la mirada ajena, convertirse en objeto de habladurías es también una forma de existir. No pocos simulan indiferencia, repitiendo frases como “yo no necesito ser visto” o “a mí no me importa lo que digan”, mientras contabilizan cada gesto ajeno como si se tratara de una votación silenciosa. La falsa modestia se convierte en una máscara del narcisismo contemporáneo. Quien proclama humildad, en realidad exige validación; quien se presenta como desinteresado, observa con ansiedad cuántas veces se menciona su nombre. La arrogancia, hoy, se reviste de discreción, y la necesidad de atención se esconde tras gestos contenidos. Todo gira en torno a la mirada del otro: cómo me mira, qué dice, quién repite.

Vivimos en una época que promueve una suerte de adolescencia emocional crónica. El paso a la adultez se posterga indefinidamente: se evade el deseo propio, se teme el compromiso con lo real, se sustituye el hacer por el comentar. En este contexto, el éxito ajeno se convierte en ofensa, y el juicio se vuelve la herramienta más a mano para desestabilizar. Hay un goce secreto en herir, una satisfacción disfrazada de lucidez. Se disfraza la crítica como pensamiento profundo, la ironía como inteligencia, el sarcasmo como valentía. Pero no hay pensamiento crítico donde no hay riesgo de verdad. Y el rumor —esa forma pasivo-agresiva de enunciación— no persigue la verdad, sino el efecto inmediato. Busca dañar, aunque sea a costa del sentido.

El rumor no distingue espacios ni jerarquías: habita la política, donde se convierte en arma sin autor; la cultura, donde opera como competencia camuflada; la academia, donde se disfraza de rigor intelectual; la familia, donde actúa como exclusión afectiva; la religión, donde se enmascara de juicio moral. En los deportes, en los medios, en las cofradías, en los círculos intelectuales: allí donde haya rivalidad o necesidad de pertenencia, el rumor se instala como el lazo más sencillo. Une por rechazo, por exclusión, por odio compartido. Y en esa exclusión colectiva se produce la ilusión de identidad: somos porque no somos ellos, porque no somos él o ella. Pero esa identidad es hueca, dependiente, sostenida por la negación del otro como existencia legítima.

Desde una mirada psíquica, el rumor es también una estrategia de proyección. Lo que no puedo aceptar en mí, lo coloco en el otro: mi miedo, mi deseo, mi rabia, mi fracaso. Es una forma de higienización simbólica. Se purga la culpa descargándola sobre un tercero. Y es el rencor —esa emoción congelada, sin resolución— el combustible que alimenta esa operación. No siempre se expresa con violencia explícita; a veces basta una palabra, un gesto, una omisión cargada de intención. Pero sus efectos son duraderos: erosionan la confianza, imposibilitan el diálogo, impiden el disenso constructivo. El rumor no confronta; ataca. No interpela; sentencia.

El rumor y el rencor, por tanto, no son simples disfunciones del habla ni patologías individuales: son señales de una cultura herida, que ha olvidado cómo mirar al otro sin necesidad de derribarlo. Se vuelve urgente —ético, incluso— recuperar el valor de decir lo que se piensa con responsabilidad, de construir desde el deseo propio, de habitar el silencio cuando la palabra solo sirve para dañar. A veces, el gesto más valiente no es hablar, sino callar. No sumarse al murmullo, no replicar el dicho fácil, no prolongar la cadena de la destrucción simbólica. Elegir no propagar una sospecha puede ser una forma profunda de integridad.

En tiempos donde el juicio precede al conocimiento y la opinión reemplaza al vínculo, el silencio lúcido se alza como una forma de resistencia. El verdadero coraje no está en destruir al otro, sino en no necesitar hacerlo para afirmarse. Y tal vez, la única humildad auténtica sea aquella que, lejos de simular, asume: que todo lo que decimos del otro —sobre todo cuando lo hacemos sin mirarlo a los ojos— dice, en realidad, mucho más sobre nosotros.

 

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