lunes 23 junio, 2025
Mujer es Más –
BORIS BERENZON GORN COLUMNAS

Nombrar la guerra, callar la paz

Por. Boris Berenzon Gorn

X: @bberenzon

 

Siempre sabemos cuándo comienza la violencia. Hay una fecha precisa que marca el inicio, una interrupción de la rutina, una imagen que se vuelve símbolo: una explosión, un convoy militar, un rostro cubierto de polvo y sangre. La guerra irrumpe en la conciencia colectiva como una sacudida. Se convierte en tendencia, en contenido viral, en urgencia informativa. Pero su final, si llega, no lo hace con claridad ni ceremonia. Se disuelve lentamente, sin resolución ni cierre. El horror pierde fuerza mediática mucho antes de extinguirse en la realidad. Así ocurre hoy con los conflictos que dominan el pulso de nuestro tiempo: la invasión rusa a Ucrania, el interminable enfrentamiento entre Israel y Palestina, o la escalada de tensiones entre Estados Unidos e Irán que amenaza con incendiar el Medio Oriente. Todas estas guerras comparten una cualidad espectral: comienzan con estruendo, pero se arrastran en un presente sin horizonte.

En nuestro mundo saturado de información, los conflictos armados se han vuelto parte del ruido de fondo. Las guerras que estallan en Europa del Este, el Sahel, Oriente Medio o Asia, se convierten por un instante en titulares, en hilos virales, en coberturas urgentes. La invasión rusa a Ucrania, la ofensiva israelí en Gaza y viceversa, los ataques cruzados entre Irán y Estados Unidos mediante milicias intermediarias en Siria, Irak o el Mar Rojo, se presentan como dramas fugaces, intensos, pero rápidamente relegados por la siguiente catástrofe mediática. Cuando dejan de alimentar el espectáculo o de servir a intereses geopolíticos inmediatos, estas guerras se hunden en la indiferencia global. Se disuelven en el paisaje saturado de una actualidad que no tolera lo prolongado. Y mientras tanto, millones de personas quedan atrapadas en esa suspensión agónica que es la guerra sin final: una existencia precaria, suspendida entre el pasado que estalló y un futuro que no llega, mientras el mundo sigue girando, ajeno, absorto en su propio vértigo.

La guerra, contrariamente a lo que suele creerse, no es ajena a nuestra vida cotidiana. Incluso a miles de kilómetros, sus ondas expansivas alteran aquello que consideramos estable: la economía, el lenguaje, la sensibilidad colectiva. Un puerto bloqueado en el Mar Negro puede disparar el precio del pan; un conflicto armado en el Golfo Pérsico puede inflar el costo global de la energía. Las migraciones forzadas impactan en las estructuras sociales de los países receptores. La guerra, así, se infiltra sin necesidad de mostrarse abiertamente. Está en nuestros mercados, en las conversaciones diarias, en las noticias que preferimos pasar por alto. Es un rumor persistente que atraviesa la vida.

Incluso nuestro lenguaje ha adoptado el léxico del conflicto. Hablamos de “guerras culturales”, “guerra contra las drogas”, “guerra de precios”, como si la confrontación fuera la única manera de entender las tensiones del presente. Esta normalización semántica de la violencia revela hasta qué punto la guerra ha sido interiorizada como una lógica legítima, incluso inevitable. En redes sociales, el conflicto se estetiza, se banaliza, se convierte en entretenimiento. Imágenes de ruinas, niños heridos o columnas de humo circulan junto a memes, opiniones sin contexto y una indignación tan rápida como efímera. El horror se vuelve hábito; el trauma, una estadística más.

Más allá del impacto inmediato y del vértigo informativo, la guerra deja una huella más profunda: la incertidumbre. En el corazón de cada conflicto hay una fractura del tiempo. Quienes viven bajo la amenaza constante pierden la capacidad de proyectarse al futuro. No saben si volverán a casa, si verán de nuevo a sus seres queridos, si podrán seguir trabajando o estudiando. El presente se vuelve absoluto y agobiante. Y cuando la violencia cesa —si acaso lo hace— esa incertidumbre no desaparece; se transforma. Pasa a ser un estado latente, una fragilidad estructural que ya no se puede ignorar. La paz, entonces, no es la recuperación de una supuesta normalidad, sino una invención radical nacida del trauma.

En este contexto, la melancolía aparece como una forma ética de memoria. No es nostalgia, ni idealización del pasado. Es la conciencia lúcida de lo que se ha perdido, y la negativa a aceptarlo como olvido. La melancolía es también resistencia: quien escribe, quien da testimonio, quien guarda la memoria de la guerra, no lo hace sólo para registrar lo ocurrido, sino para impedir que la historia se repita en el silencio. Por eso, los libros sobre la guerra —diarios, novelas, memorias— son más que literatura: son formas de resguardo, de lenguaje para el dolor, de confrontación con lo que preferimos no ver.

Obras como Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque, La guerra no tiene rostro de mujer de Svetlana Alexiévich, El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl o El dolor de la guerra de Bảo Ninh, nos enseñan que la guerra no es sólo un fenómeno geopolítico. Es una experiencia existencial, que hiere el cuerpo y la mente, que redefine lo humano. Leer estos libros no es un acto pasivo: es una forma de compromiso, una decisión de no ceder ante la normalización de la violencia ni ante la desmemoria.

Construir la paz no puede reducirse a cesar el fuego o firmar un tratado. Es, ante todo, una tarea de reconstrucción humana y simbólica que exige desarmar no sólo las armas físicas, sino también los imaginarios que deja la guerra incrustados en la mente y en el cuerpo social. Como advirtió Ignacio Martín-Baró, la guerra genera un trauma psicosocial: una cristalización de vínculos deshumanizados, donde el otro ya no es interlocutor, sino enemigo. Ese patrón sigue vigente hoy en Ucrania, donde la invasión rusa ha normalizado la hostilidad crónica; en Gaza, Iran, Israel, donde el castigo colectivo ha dinamitado generaciones de confianza; o en países como Sudán o Myanmar, donde el conflicto se cruza con la exclusión étnica y el colapso político. A nivel individual, la guerra deja tras de sí subjetividades moldeadas por el miedo, la rigidez ideológica, la paranoia y la necesidad de pertenencia a estructuras cerradas.

El odio se convierte en refugio, y la verdad, en un terreno movedizo. Por eso, nombrar la paz es también cultivarla: desmontar la polarización, resistir la militarización emocional, desactivar el lenguaje bélico. La paz no es lo que queda tras la guerra, sino lo que se siembra frente a ella: una apuesta consciente por la sanación colectiva. Solo entonces podremos romper el ciclo del trauma y abrir espacio a una vida compartida que se sostenga en la dignidad, y no en el miedo.

Finalmente recapitulemos, la guerra no es un fenómeno lejano ni ajeno; es una sombra que atraviesa nuestro tiempo, nuestra historia y nuestras vidas, aunque a menudo la ignoremos o la banalicemos. La violencia que arrasa territorios distantes no sólo desgarra cuerpos y tierras, sino que fractura las memorias, corroe las relaciones humanas y modela generaciones enteras bajo el signo del miedo y la desconfianza. Reconocer la guerra es, entonces, un primer paso indispensable, pero insuficiente. Es necesario mirar más allá del ruido, más allá de los titulares fugaces, para comprender que la paz auténtica exige un trabajo cotidiano, una tarea compleja y a menudo incómoda: la reconstrucción del tejido social, la escucha activa de las voces silenciadas, la reparación de heridas que no son solo físicas, sino también psíquicas y simbólicas.

El desafío que enfrentamos hoy, en un mundo marcado por tensiones geopolíticas y conflictos que parecen no tener fin, es transformar ese reconocimiento en acción. Nombrar la paz, darle voz, visibilidad y espacio en nuestras vidas y discursos, es construir un horizonte posible. Porque sólo cuando la paz deje de ser un silencio incómodo o una pausa transitoria entre batallas, y se convierta en un compromiso colectivo y profundo, podremos aspirar a un futuro donde la dignidad humana supere el poder de las armas y el trauma deje paso a la esperanza.

Así, el verdadero legado que podemos dejar no es la memoria de la guerra, sino el coraje de la reconciliación y la voluntad firme de no repetirla. Que este pensamiento nos acompañe y nos impulse a trabajar, cada uno desde su lugar, para que la paz no sea solo una palabra, sino una realidad viva, tangible y duradera.

 

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