Por. Boris Berenzon Gorn
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“Todo está ahí, como a través de una membrana delgada. Se puede ver el embrión completo. Se mueve. Respira. Crece”. Ingmar Bergman, El huevo de la serpiente (1977)
Vivimos tiempos de deformación ética. Tiempos donde las palabras ya no bastan, y los símbolos —como la memoria— son usados como armas. En ese contexto, conviene recordar que no todo judío es sionista, como no todo cristiano es cruzado, ni todo musulmán, yihadista. Lo obvio debe ser dicho cuando lo obvio es lo primero en ser negado. Quienes venimos de una familia judía a dos generaciones del Holocausto, cargamos con una historia que nos atraviesa profundamente, y eso también nos dificulta comprender —y muchas veces coincidir— con la complejidad del conflicto en Medio Oriente, donde el dolor se multiplica y las identidades se reducen a trincheras.
Hoy, los “otros judíos” —judíos críticos, éticos, disidentes del poder que se comete en su nombre— son más importantes que nunca. Son quienes se niegan a que su herencia histórica, marcada por el dolor del Holocausto y el exilio, sea invocada para justificar nuevas formas de opresión. No son menos judíos. Son, en muchos sentidos, los herederos más íntegros de esa tradición: la que nació con la diáspora, se sostuvo con la palabra y no con el hierro, y floreció entre las preguntas, no los cuartales ni batallones. Como una señal de alarma se incendiaron las redes hablando de los “otros judíos “.
En este momento, mientras la tensión mundial escala y las democracias tambalean, conviene observar cómo los discursos extremos incuban nuevas formas de violencia disfrazadas de legitimidad. El huevo de la serpiente —esa imagen inquietante de Bergman para representar el fascismo en gestación— vuelve a calentarse en los bolsillos del poder.
Donald Trump no es un fenómeno aislado. Es síntoma y catalizador. No se trata únicamente de su eventual regreso al poder, sino del método con el que pretende hacerlo: erosionando la legitimidad institucional, descalificando a la prensa, judicializando la disidencia, exaltando la violencia como derecho político. El asalto al Capitolio no fue una anomalía: fue ensayo general.
En Medio Oriente, Benjamin Netanyahu encarna otro rostro del poder autoritario. Amparado por la narrativa del derecho a defenderse —una que cada vez más países y analistas discuten con fuerza—, su gobierno ha llevado al límite el concepto de “legítima defensa”, convirtiéndolo en una estrategia sistemática de castigo colectivo.
Las cifras hablan con crudeza: miles de civiles muertos, desplazamientos forzados, infraestructuras vitales destruidas. En nombre de la seguridad de Israel se cometen actos que bordean, si no cruzan, las líneas definidas por el derecho internacional humanitario. Y todo bajo la bandera de una memoria que no puede, no debe, ser invocada para justificar otro sufrimiento.
Frente a esto, los otros judíos —intelectuales, activistas, sobrevivientes— alzan la voz desde dentro. No contra Israel, sino contra su instrumentalización. Contra el uso del judaísmo como escudo ideológico para la impunidad. En palabras de la filósofa Judith Butler: “Si el judaísmo ha de sobrevivir como ética, no puede hacerlo desde la violencia del Estado, sino desde la compasión radical.”
Lo inquietante no es que el fascismo regrese con botas. Es que ahora vuelve con corbata, cámaras y votos. En Alemania, los grupos neonazis ganan espacios; en Francia, la extrema derecha deja de ser una advertencia para convertirse en posibilidad de gobierno; en Polonia, Ucrania, Hungría y Reino Unido, el discurso xenófobo ha sido normalizado por gobiernos que no ven en el racismo un problema, sino un capital político.
La banalidad del mal —aquella advertencia de Arendt— ahora se llama algoritmo, fake news, “identidad nacional”. Europa no ha resuelto su pasado. Lo ha maquillado.
A todo esto, se suma una inquietante reedición de las ideas de Thomas Malthus, que en el siglo XIX ya hablaba de “excedentes humanos” ante los límites de los recursos. Hoy, esa lógica se ha actualizado: los excluidos, los migrantes, los pobres, no son víctimas de un sistema injusto, sino errores estadísticos.
Los muertos en Gaza, en el Mediterráneo o en la frontera sur de Estados Unidos no son considerados tragedias, sino daños colaterales. La desigualdad no se combate: se gestiona. Se acepta. Incluso se celebra bajo la máscara de la eficiencia.
Decir todo esto no es antisemitismo. Es una obligación ética. No se puede combatir el odio a los judíos permitiendo el odio contra otros pueblos. No se puede invocar la Shoá para justificar el silenciamiento de la crítica. Ni se puede acusar de traición a quien denuncia la violencia en nombre de la historia.
También por eso son necesarios los otros judíos: aquellos que entienden que el dolor propio no anula la compasión por el ajeno. Que los derechos humanos no tienen bandera, y que la mayor herencia del judaísmo no es el Estado, sino la conciencia.
No estamos ante una amenaza futura, sino ante una gestación en curso. El huevo ya respira. El fascismo ya no necesita gritar: tiene micrófono. No necesita botas: tiene redes sociales. No necesita campos de concentración: tiene algoritmos que segmentan, aíslan y destruyen vínculos.
Y si algo nos enseñaron las generaciones que sobrevivieron al Holocausto, es que el primer deber es nombrar. Advertir. Decir “esto es peligroso” cuando aún se puede detener. Porque cuando el huevo se rompe, ya es tarde.
La pregunta no es si regresará el horror, sino si lo dejaremos crecer con la comodidad de quien no quiere mirar. Y si el nombre de “judío” volverá a ser arma o conciencia.