Por. Adriana Luna
X: @adrianalunacruz
¿México pasa de la dictadura perfecta, a la dictadura perversa?, le pregunté a Mario Vargas Llosa en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara, en una de sus tantas visitas a la capital tapatía. Sonrió, aunque mesurado, pensó algunos segundos su respuesta y explicó que tenía confianza en que México – un país al que le tenía mucho cariño-, tomaría decisiones sabias. El autor de Tiempos Recios, reconoció estar preocupado por el avance del populismo en Latinoamérica porque socava la democracia desde sus entrañas, terminando por desangelar a su gente.
Sin embargo, finalmente los mexicanos no escucharon sus opiniones y votaron por la autollamada Cuarta Transformación, no sólo una vez sino dos. Vargas Llosa en vida, advertía en diversos foros sobre el peligro del autoritarismo, directo o disfrazado de benefactor social.
El escritor, de origen peruano, siempre fue polémico. Sus declaraciones se convertían en el condimento que le daba color y sabor a las notas periodísticas, sin importar el evento. En la FIL Guadalajara era un invitado esperadísimo. Con frecuencia nos decía a los periodistas que no quería hablar de política, pero era parte de su esencia, un monstruo de la rebeldía e inteligencia, con ideas propias, siempre terminaba expresando sus opiniones libremente. Al final de cuentas, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara era el marco ideal. Como él mismo decía: “la libertad se defiende a toda costa”.
Sus opiniones le hacían ganar amigos, o perderlos. Así es la vida. Se sabía controversial, y alimentaba ese personaje. Claro, un librepensador siempre lo es, y más si nada contracorriente. Vargas Llosa, en aquella entrevista también reconocía que ser novelista le daba ese privilegio para mezclar la ficción con la historia, crear a veces una realidad alterna. Y esa libertad creativa nadie se la podía arrebatar.
En la FIL se le veía el disfrute, como pez en el agua, recorriendo pasillos, eligiendo libros. Aunque intentaba mantener su personaje serio, esbozaba carcajadas cuando hablaba con otros sobre letras, sobre políticos, sobre los jóvenes que se ‘robaban los libros’. También era un deleite ver cómo sabía que era una institución de las letras, un ‘rockstar’ de la literatura, un faro al hablar de política latinoamericana, una inspiración para jóvenes también rebeldes por naturaleza.
Especialmente, era muy interesante ver cómo casi en códigos secretos, conversaciones con significados únicos, se entendían Raúl Padilla López y Mario Vargas Llosa. No por nada se vivió en este marco de FIL Guadalajara, su Bienal de Novela, para descubrir a la nueva generación de escritores.
Al morir Padilla, ya no se ratificó la Bienal Vargas Llosa en la capital tapatía, se llevó a Extremadura, España. Era como una entendible complicidad natural. Al final de cuentas, tanto Vargas Llosa como Padilla López eran promotores de la cultura, férreos defensores de sus propias ideas, rebeldes por naturaleza, visionarios, siempre buscando una nueva novela que atrapara su interés. De una u otra forma, con sus palabras claras y provocadoras, su visión, su inteligencia y perspicaz sentido del humor, se movían también bastantes hilos políticos, y estaban perfectamente conscientes de ello.
La FIL todavía tiene mucha esencia de ambos, para seguir fructificando. Pero sí, a Guadalajara, a su natal Perú, como a Iberoamérica hará falta la voz crítica de Vargas Llosa, esa que causaba epicentros sísmicos derribando posturas, desestabilizando políticos y construyendo opiniones. Ya si México vivió una dictadura perfecta o vive una dictadura perversa, lo documentará, en su historia. Por lo pronto, gracias por su existencia, Mario Vargas Llosa.