miércoles 19 febrero, 2025
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COLUMNAS COLUMNA INVITADA

Tenemos que hablar de Emilia

  • Emilia Pérez: El Cuerpo como metáfora de un país

Por. Anne Wakefield

X: @Braindrops3

La primera respuesta a Emilia Pérez, como mexicana, no tiene que ver con lo estético, sino con lo ético. De entrada, nos lleva a preguntarnos, ¿a quién pertenece México? ¿A un director francés que ni siquiera habla español y con un elenco extranjero? ¿Puede alguien que no ha vivido desde su entraña la cotidiana violencia de nuestro país, reflejarla ¡en un musical!? 

Para poder entrarle a la propuesta de Emilia Pérez hay que hacer a un lado la idea de que México nos pertenece solo a los que ahí nacimos y crecimos, de la misma forma en que aceptamos que el arte es apropiarse de una realidad y transformarla en algo completamente distinto. Además, la percepción de “realidad” es por su propia naturaleza, inasible y diferente para todos. 

Para pasar por alto la “transgresión” de que el cineasta Jacques Audiard, aborde un tema tan especifico a México, no hay que reducir Emilia Pérez a su historia lineal—absurda y llena de hoyos, por lo demás—, sino entenderla como una metáfora de algo que va más allá y que trasciende fronteras: las prisiones de las que no podemos escapar, externas e internas. Desde esa óptica podemos comenzar la valoración artística del filme.

Dos cintas de Audiard en particular, anticipan los temas centrales de Emilia Pérez. En el drama carcelario, Un Profeta (2009), el anti-héroe está doblemente confinado; en lo tangible, en una prisión; y a una vida criminal, por sus circunstancias. En Rust and Bone, la protagonista está atrapada en su cuerpo luego de que la amputación de ambas piernas. También el protagonista de Emilia Pérez está atrapado en un cuerpo que le es ajeno y en un pasado que no puede dejar atrás. 

Emilia Pérez (interpretada por la actriz transexual española, Karla Sofía Gascón) nace varón y es obligado a llevar su vida como tal, aunque internamente se sabe hembra. Nace también en un país asolado por la violencia y en un entorno de miseria que no le da muchas opciones. Su doble condición de género y lugar de nacimiento, lo condenan. Es casi inevitable que se convierta en delincuente. En ese sentido, la decisión del protagonista de hacerse una cirugía de cambio de sexo, y dejar atrás la vida criminal, se dan al mismo tiempo. Abandonar ambas circunstancias es una liberación que comienza desde el cuerpo. Visto así, el drama de Emilia Pérez y el de México son uno mismo. 

Desde la primera imagen, Audiard (co-guionista, además de director), establece el tono de la película. En off, un coro de mujeres entona con música electrónica, que parece salida de otro mundo, los versos de una canción. De la oscuridad aparecen tres mariachis con trajes bordados de luces sobre un escenario; una mezcla de lo folclórico con lo surreal; una puesta en escena. 

De ahí, la cámara nos revela una toma aérea de una ciudad inmensa, iluminada. Es de noche. A la canción de fondo se unen las palabras que reconocemos de inmediato: “Se compran… colchones… refrigeradores… estufas… lavadoras… microondas… se compran o fierro viejo que vendan”. Los habitantes de la Ciudad de México estamos tan familiarizados con ellas que ya ni siquiera prestamos atención. El efecto es que prestemos atención a esos vocablos a los que Audiard les ha dado un tono fantasmagórico. En la siguiente secuencia nos lleva al inframundo de donde proviene el conocido sonsonete. Hay gente que vive y sufre detrás de esas frases que tomamos, ya sea como pintorescas o molestas.  

Como solo podría alguien que viene de fuera, Audiard desde la distancia resignifica eso que para nosotros se ha vuelto cotidiano y lo lleva a las entrañas de donde proviene, un barrio miserable en los márgenes de la Ciudad de México. Casi podemos oler las calles sucias, atiborradas, los puestos de fritangas, y casualmente a pandilleros asaltando transeúntes. Audiard nos devuelve las palabras como lo que realmente son, un grito lastimero del que nos enteramos solo porque quienes las emiten se atreven a irrumpir por mero afán de supervivencia en nuestra cómoda “realidad”.  

La elección de poner el lamento de los ropavejeros en la noche es artística, no grafica—por lo general, solo recorren las calles de día. De igual manera, los diferentes tonos que utilizará el cineasta francés para narrar su historia responden a convenciones que en rigor pertenecerían al melodrama musical, pero que van mucho más allá. En el México que nos devuelve, transformado, el cineasta extranjero cabe tanto lo camp como el metraje documental. En todo caso, podríamos clasificar su “realismo” como expresionista. 

En medio de la actividad febril del barrio en la noche, aparece la protagonista Rita Mora (Zoé Saldaña, estadounidense de origen dominicano). La fealdad de su entorno se extiende a un malestar existencial, a la náusea que la abogada siente por la corrupción de su gremio donde no se le reconoce su trabajo, que además la orilla a defender a personas que sabe son culpables. Esa misma noche, un misterioso hombre contacta a Rita. Desde un teléfono público le pide que se reúnan en 10 minutos en un puesto de periódicos. Es evidente que quien la busca la está observando. 

Intrigada, Rita acude a la “cita de trabajo”. En lugar de que alguien se presente, la abogada es encapuchada y metida a la fuerza a un automóvil. Después de un recorrido aterrador, Rita está frente a su cliente; nada menos que el peligroso narcotraficante Manitas del Monte. La fisonomía de Manitas es análoga a su alma. El personaje es tan horrible como sanguinarios son sus métodos. El cruel asesino le hace una oferta a Rita que no puede rechazar. Manitas le pide a la abogada que busque fuera de México, a algún cirujano que esté dispuesto a hacerle una operación de cambio de sexo. A cambio, le ofrece una inmensa fortuna que depositará en un banco suizo. 

Recorriendo el mundo en primera clase, Rita al fin consigue a un médico en Israel dispuesto a viajar a México para realizar la operación sin hacer preguntas acerca del paciente. El final de la misión de Rita es llevar a la esposa de Manitas, Jessi (Selena Gómez) y a sus dos hijos a Lausana, a Suiza donde vivirán a todo lujo esperando a que se les reúna el páter familias. Eventualmente Rital les dirá que murió.  

Pasan cuatro años y encontramos a Rita convertida en una exitosa abogada que se mueve entre los altos círculos del poder internacional. En una cena muy elegante en Londres, se le acerca una elegante y sofisticada mujer que también es de México; se presenta como Emilia Pérez. En realidad, es Manitas en su nueva iteración como mujer. Emilia le pide a Rita que lo ayude a regresar a México para ver a sus hijos. Rita acepta el encargo a pesar de que no queda ya nada amenazante del monstruo con el que pactó antes empujada también por el miedo. 

Entre las dos mujeres se da una cercanía instantánea. Emilia se regodea en su feminidad y la exhibe con el deleite de las versiones idealizadas de un personaje de Almodóvar.  Rita arregla que Jessi y los niños regresen a México y vivan en una mansión en el barrio más lujoso de la ciudad. Ahí se apersona Emilia, quien se presenta como una querida tía a la que Manitas encargó en su testamento que se encargara de ellos. Ni Jessica, ni los ya púberos reconocen al otrora hombre. 

La situación es risible, pero las intenciones de Audiard están lejos de hacer de Emilia Perez una comedia al estilo de Mrs. Doubtfire. Quizá eso hubiera ido más a tono con lo absurdo, pero Audiard no le resta gravedad al trasfondo de la historia. Al igual que en muchas de sus películas, en Emilia Pérez Audiard se cuestiona la posibilidad de una verdadera redención cuando se viene de un pasado tan terrible. En todo caso, si Emilia no logra realmente transformar su alma, puede por lo menos dedicar su fortuna mal habida a crear una fundación para ayudar a localizar a personas desaparecidas, y así nace La Lucecita. 

El personaje de Emilia Pérez es el yo interno que se libera de la cárcel de su cuerpo que la condenaba a un género que le era ajeno y a una circunstancia que tampoco escogió. Se podría suponer que el cineasta francés insinúa que la reivindicación de Emilia se da en función de su nuevo sexo, como si en sí mismo el género supusiera una mejora automática como ser humano. Pero, a juzgar por la complejidad de los dilemas morales de su filmografía, Audiard no se inclinaría por ese simplismo fácil.

Es el país mismo, con su colorido y riqueza cultural el que Audiard parece proponer como vía de reivindicación. Aunque de manera kitsch y melodrama con tintes de telenovela, el México que retrata Audiard es al mismo tiempo horrible y maravilloso. La transformación del ser luminoso en el que se convierte Emilia solo parece posible en un país como el que, sin disfrazar lo esperpéntico, es al mismo tiempo, mágico. Apostar por esta visión, reivindica al personaje tanto como al cineasta extranjero que tuvo el atrevimiento de retratarnos. 

No hay que olvidar que fueron los franceses los que nos hicieron reconsiderar los crímenes contra el buen gusto y la lógica, cometidos por Juan Orol en películas como Charros contra Gánsters (1948) o Cabaret Shangai (1950), como obras de arte “naif”. Las transgresiones de Orol comenzaban desde que usaba el mismo “establishing shot” del centro de la Ciudad de México para historias que igual estaban ubicadas en Turquía en los años 40, o en China, en los 20.   

Mas allá de que conozca a profundidad o no la realidad mexicana, Audiard refleja en Emilia la posibilidad de rescatar nuestra esencia y arrancarla de las garras de esa espiral de violencia en la que hemos caído. Quizá, solo la distancia que permite la mirada de un extranjero podría rescatar la belleza de nuestro país por encima de sus enormes problemas. A través de lo inaudito, de ponerle música y baile a una situación que agota otros recursos de expresión porque su horror, es literalmente, inenarrable, Audiard nos presenta la posibilidad, impensable ya para muchos, de que la redención es posible para México—aunque sea a través del arte.

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