miércoles 29 enero, 2025
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¡Nunca más! Auschwitz y la denegación de la democracia

Por. Boris Berenzon Gorn

 

 

Este lunes se conmemoran los 80 años de la liberación del campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, uno de los lugares más emblemáticos del horror vivido durante el Holocausto. Auschwitz se convirtió en un símbolo de la crueldad del régimen nazi, donde más de un millón de personas, en su mayoría judíos, pero también prisioneros de guerra, homosexuales, discapacitados y otros grupos perseguidos, fueron asesinadas. Según datos de Amnistía Internacional, entre 1940 y principios de 1945, alrededor de 1.300.000 personas fueron deportadas a este campo, de las cuales más de 1.100.000 perdieron la vida.

La denegación de la historia es una forma peligrosa de distorsionar la realidad, que no solo despoja a las víctimas de su memoria, sino que también socava los cimientos de la democracia. Auschwitz, como uno de los horrores más documentados del siglo XX, es un ejemplo claro de cómo la denegación y la manipulación de hechos históricos pueden permitir que el odio y la intolerancia se propaguen. Al negar la magnitud del Holocausto o minimizar el sufrimiento de millones de personas, se está dando cabida a la ideología extremista que, en su momento, permitió que el régimen nazi perpetrara atrocidades sin precedentes. La democracia, basada en el respeto a los derechos humanos y la memoria colectiva, solo puede prosperar si nos enfrentamos a nuestra historia con valentía y honestidad. El revisionismo histórico y el olvido de eventos como Auschwitz son amenazas directas a los valores fundamentales de justicia, igualdad y libertad.

El 27 de enero de 1945, el campo de concentración y exterminio nazi de Auschwitz fue liberado por el Ejército Rojo, marcando el fin de uno de los episodios más devastadores en la historia de la humanidad. Esta semana, al conmemorar el ochenta aniversario de la liberación de Auschwitz, al recordar el sufrimiento de las víctimas, también reflexionamos sobre las lecciones que este lugar de horror nos deja en cuanto a la memoria histórica, la democracia y la política del odio.

Hannah Arendt y Walter Benjamín reflexionaron profundamente sobre Auschwitz, aunque desde perspectivas distintas. Arendt, al abordar el totalitarismo y la banalidad del mal, sugirió que los horrores de Auschwitz no surgieron únicamente de individuos monstruosos, sino de un sistema de pensamiento y organización que permitió la deshumanización a gran escala. Para ella, el mal no necesariamente se manifiesta en actos diabólicos aislados, sino en la aceptación de estructuras de poder desprovistas de moralidad, donde la obediencia ciega y la indiferencia eran la norma. Por otro lado, Benjamín, en su análisis de la historia y la tragedia, veía Auschwitz como una ruptura en la narrativa de la humanidad, un punto de no retorno en el que la cultura y la civilización occidental parecían desmoronarse ante lo irrepresentable. La “catástrofe” de Auschwitz, para él, no solo destruyó la vida de millones, sino que también alteró la capacidad de contar historias coherentes sobre el progreso humano, dejándonos con una historia rota y llena de sombras. Ambos pensadores, aunque desde ángulos diferentes, nos muestran cómo Auschwitz no solo es un sitio de sufrimiento físico, sino también un evento que trastocó las estructuras mismas de la moralidad, la historia y la cultura.

Auschwitz fue el resultado final de un proceso largo y meticulosamente estructurado, donde la deshumanización y la violencia fueron cultivadas paso a paso por ideologías supremacistas.  Auschwitz refleja la fragilidad de los valores democráticos y la necesidad imperiosa de preservar la memoria histórica, sobre todo en un contexto contemporáneo en el que los discursos de odio, la discriminación y la intolerancia siguen presentes.

Auschwitz no solo es un lugar físico, sino un símbolo universal de la barbarie humana. Este campo de concentración no solo representa la culminación del genocidio perpetrado por el régimen nazi, sino que también encarna la capacidad humana para despojar de su humanidad a otro ser humano. En Auschwitz, millones de personas, en su mayoría judíos, pero también gitanos, prisioneros de guerra, homosexuales, discapacitados y opositores al régimen, fueron asesinados en condiciones inhumanas, de manera industrializada y sistemática. La relevancia cultural de Auschwitz va más allá de su horror inmediato: se ha convertido en un símbolo de lo que sucede cuando los seres humanos dejan de reconocerse mutuamente como iguales. Es fundamental que este significado cultural se mantenga vivo, no solo como un recuerdo del sufrimiento pasado, sino como una advertencia sobre los peligros del odio.

La memoria cultural es un componente esencial para evitar la repetición de estos horrores. Auschwitz debe seguir siendo un lugar de reflexión, de enseñanza, no solo para las generaciones que vivieron el Holocausto, sino también para las futuras. La importancia de recordar es doble: primero, para rendir homenaje a las víctimas y reconocer su sufrimiento; segundo, porque este recordatorio es la base sobre la que construimos sociedades más justas y responsables. La memoria histórica, entendida como la reconstrucción crítica del pasado, se erige como uno de los fundamentos para evitar que tragedias como el Holocausto se repitan.

La memoria histórica nos permite contextualizar los eventos, identificar las causas que los propiciaron y, lo más importante, aprender de ellos. Auschwitz es un reflejo de un momento en la historia en el que las sociedades europeas permitieron que el odio se convirtiera en política pública.

El revisionismo histórico, la negación del Holocausto y la minimización de los crímenes cometidos durante el régimen nazi son amenazas contemporáneas que buscan borrar las lecciones de Auschwitz. Es por ello que, frente a la creciente presencia de discursos revisionistas, la preservación de la memoria histórica de Auschwitz se convierte en una tarea fundamental. La memoria histórica no es un asunto exclusivo de los historiadores, sino que debe involucrar a toda la sociedad. Solo recordando con integridad, reconociendo la magnitud del sufrimiento y poniendo en duda los mecanismos que lo posibilitaron, podemos evitar que la historia se repita. Auschwitz también tiene una relación directa con la democracia.

En su génesis, la democracia alemana de los años treinta del siglo pasado permitió el ascenso de un régimen totalitario. El ascenso del nazismo no fue un golpe de Estado de un día para otro, sino que fue el resultado de una erosión gradual de las instituciones democráticas, socavadas por una ideología que promovió el racismo, el antisemitismo y la xenofobia. La historia de Auschwitz es una advertencia de lo que puede suceder cuando una democracia no defiende adecuadamente los derechos humanos de todos sus ciudadanos, independientemente de su raza, religión o posición política.

En Alemania, la tolerancia y la diversidad fueron sustituidas por la homogeneización forzada, en la que se definió quién era digno de vivir y quién debía ser exterminado. El Holocausto demuestra que las democracias no son inmunes a la corrupción ideológica; la historia nos enseña que una democracia puede ser vulnerable si no se cuidan sus principios fundamentales, como la igualdad, la libertad y el respeto a los derechos humanos.

La democracia no es un sistema garantizado, sino una estructura que requiere constante vigilancia y defensa. Auschwitz nos recuerda que la democracia, aunque pueda parecer sólida, siempre está en riesgo si no se combaten las ideologías de odio que buscan su destrucción.

El proceso que culminó en Auschwitz no fue un hecho aislado. Fue un proceso gradual, iniciado por la propagación de ideas racistas y antisemitas. La exclusión legal de los judíos comenzó con leyes discriminatorias, como las leyes de Nuremberg, que despojaron a los judíos de su ciudadanía, sus derechos civiles y, poco a poco, les deshumanizaron ante los ojos de la sociedad alemana. Este proceso de deshumanización no se limitó a las leyes, sino que se extendió a la cultura, la educación y los medios de comunicación. La propaganda nazi promovió una visión del mundo en la que los judíos, los gitanos y otros grupos considerados “inferiores” debían ser eliminados para garantizar la pureza racial. Este proceso culminó con el genocidio industrial, en el que la maquinaria del Estado alemán no solo exterminó a millones de personas, sino que lo hizo de forma sistemática, planificada y eficiente. Auschwitz fue la manifestación extrema de esta ideología, donde el odio se transformó en acción organizada y mortal. La política de Auschwitz muestra cómo las ideas pueden tener consecuencias devastadoras si no se interviene a tiempo. La violencia no comenzó en las cámaras de gas, sino en las palabras, las leyes y la propaganda que alimentaron una cultura de odio.

La memoria histórica debe preservarse como un recordatorio de los horrores del pasado, pero también como una herramienta activa para construir un futuro basado en la justicia, la tolerancia y la paz. Auschwitz nos enseña que el odio puede crecer si no se combate, pero también que la memoria colectiva y la educación son esenciales para evitar que el horror se repita. Hoy, más que nunca, debemos renovar nuestro compromiso con los principios democráticos y la defensa de la dignidad humana. Nunca olvidemos, para que nunca más se repita.

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