Por. Boris Berenzon Gorn
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“Un poco de rebelión de vez en cuando es buena cosa”
Thomas Jefferson
El sentido social de la historia y la historiografía juega junto con la geografía el papel en la interpretación de las coordenadas del tiempo y el espacio, ya que permite a las sociedades comprender cómo sus procesos históricos han configurado su presente y proyectado su futuro. La historiografía, como disciplina que estudia la forma en que se ha escrito la historia, actúa como un espejo que refleja las dinámicas sociales, políticas y culturales de una época, al tiempo que revela las interpretaciones y narrativas construidas sobre los eventos del pasado. Estas interpretaciones no son neutras, sino que están impregnadas de los valores y perspectivas de quienes las escriben, lo que hace que la historia sea también un producto cultural en constante transformación. De esta manera, la historia no solo es una sucesión de hechos, sino una lectura de fondo que ayuda a las sociedades a entender sus identidades, su relación con el entorno y las lecciones que pueden extraer de sus propias vivencias.
Críticamente, la historia puede funcionar como una advertencia, más que como una amenaza, al ofrecer lecciones sobre los errores y aciertos del pasado. En lugar de ver la historia como un relato fatalista que condena a las sociedades a repetir sus fallos, debemos entenderla como una herramienta de reflexión y aprendizaje. La historia permite identificar patrones de comportamiento, decisiones que alteraron el curso de los eventos y momentos de transformación, lo que ofrece la oportunidad de evitar las mismas trampas. No obstante, la historia debe ser interpretada con rigor y comprensión, ya que, si se malinterpreta o se utiliza de manera manipulativa, puede ser vista como una amenaza. Por tanto, el verdadero poder de la historia reside en su capacidad para ser una advertencia reflexiva, una guía que invita a las sociedades a cuestionar sus acciones y tomar decisiones informadas para construir un futuro más equitativo y justo.
En 1798, en un contexto de tensiones internacionales y políticas internas, el gobierno de Estados Unidos promulgó la Ley de Enemigos Extranjeros, que otorgaba al presidente de los EE.UU. la capacidad de deportar o arrestar a cualquier extranjero considerado peligroso para la seguridad nacional. Esta legislación fue parte de un conjunto de leyes, las Alien and Sedition Acts, impulsadas por el presidente John Adams durante su mandato. La ley fue una respuesta a los temores de influencia extranjera derivados de la Revolución Francesa y las tensiones con Francia. No obstante, aunque la ley fue justificada como una medida para proteger la seguridad nacional, sus implicaciones políticas, sociales e históricas demuestran que su promulgación constituyó un paso peligroso hacia la limitación de derechos civiles y el abuso de poder estatal.
El contexto político interno de los Estados Unidos a finales del siglo XVIII estaba marcado por una profunda polarización. El país se encontraba dividido entre los Federalistas, encabezados por John Adams, y los Republicanos, liderados por Thomas Jefferson. Los Federalistas, preocupados por la estabilidad del nuevo gobierno y su seguridad, temían la influencia de las ideas radicales provenientes de la Revolución Francesa, mientras que los Republicanos, más inclinados hacia el republicanismo francés, se oponían a las políticas restrictivas de los Federalistas.
La promulgación de la Ley de Enemigos Extranjeros, dentro del marco de las Alien and Sedition Acts, reflejó la intención del gobierno de Adams de frenar lo que percibía como una amenaza potencial de la revolución francesa y su apoyo interno en Estados Unidos. Esta ley otorgaba al presidente una autoridad casi ilimitada para decidir quién era un “enemigo extranjero”, lo que generaba un precedente peligroso para el abuso del poder ejecutivo. El hecho de que los criterios para clasificar a alguien como “enemigo” fueran vagos y subjetivos abre la puerta a su uso con fines políticos, específicamente para reprimir a la oposición republicana que simpatizaba con Francia.
Una de las críticas principales a esta ley es que representaba un ataque directo contra los derechos civiles. Bajo la ley, cualquier extranjero que fuera considerado una amenaza podía ser detenido sin juicio y deportado, sin derecho a un proceso legal justo. Esto infringía derechos fundamentales, como la libertad de expresión y el derecho a un juicio imparcial, principios consagrados en la Constitución de los Estados Unidos.
En el plano social, la Ley de Enemigos Extranjeros tuvo efectos devastadores en las comunidades de inmigrantes, particularmente aquellos provenientes de Francia e Irlanda. A medida que las tensiones con Francia aumentaban, los inmigrantes fueron estigmatizados como posibles agentes de la subversión y traidores. La ley reflejaba un ambiente de creciente xenofobia, donde las comunidades extranjeras fueron marginadas y sometidas a la vigilancia del gobierno.
La ley exacerbó las divisiones dentro de la sociedad estadounidense. Mientras los Federalistas defendían la ley como un medio necesario para proteger la seguridad nacional, los Republicanos la veían como un intento de silenciar a los opositores políticos. De este modo, la Ley de Enemigos Extranjeros no solo afectó a los inmigrantes, sino que también profundizó la desconfianza y la polarización entre los ciudadanos, lo que resultó en una mayor fractura social.
Otro aspecto crítico fue la posible creación de un estado de vigilancia y represión. Al no existir un proceso judicial claro, la ley permitió la detención arbitraria de individuos basándose en su origen o en percepciones subjetivas de amenaza, lo que sentó un peligroso precedente para la vigilancia y represión de disidentes sociales y políticos.
Históricamente, la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 no puede ser vista de manera aislada, sino dentro de un contexto más amplio de las tensiones internacionales y nacionales de la época. En Europa, la Revolución Francesa desató una serie de reacciones tanto internas como externas que afectaron directamente las relaciones exteriores de Estados Unidos. Mientras que el gobierno de Adams temía la propagación de las ideas revolucionarias en el nuevo continente, también enfrentaba un conflicto con Francia, conocido como la “Cuasi-Guerra”, debido a la rivalidad naval y las tensiones diplomáticas.
La promulgación de la ley y su asociación con la “Cuasi-Guerra” con Francia puede verse como una reacción defensiva, aunque excesiva, del gobierno estadounidense ante una amenaza que no era completamente tangible. Al mismo tiempo, la ley reflejaba el temor de que la Revolución Francesa pudiera inspirar movimientos radicales en Estados Unidos, lo que llevó a los Federalistas a adoptar políticas autoritarias para asegurar la lealtad de los ciudadanos y la estabilidad del gobierno.
Este enfoque represivo es reprensible desde una perspectiva histórica, ya que se dio un paso atrás en el desarrollo del sistema de derechos civiles. La Ley de Enemigos Extranjeros contradecía los principios fundamentales de la Constitución, en particular el derecho al debido proceso. Las críticas a la ley fueron inmediatas y condujeron a la reacción de los Republicanos, quienes más tarde adoptaron una postura contra la expansión de los poderes federales. El desmantelamiento de estas leyes, incluida la derogación de la Ley de Enemigos Extranjeros en 1800, marcó un hito importante en la consolidación de los derechos civiles y la separación de poderes en los Estados Unidos.
Una de las principales críticas a la Ley de Enemigos Extranjeros radica en su uso como herramienta política en lugar de una medida estrictamente orientada a la seguridad. La ley fue un claro ejemplo de cómo una crisis internacional puede ser aprovechada por un gobierno para consolidar su poder, restringir derechos y silenciar a la oposición. Bajo el pretexto de defender la nación, la administración de John Adams recortó las libertades de aquellos considerados enemigos, aun cuando las amenazas eran en muchos casos vagas o no confirmadas.
La Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 es una muestra de cómo los miedos políticos y las tensiones internacionales pueden llevar a la adopción de políticas restrictivas que socavan las libertades fundamentales. Si bien el gobierno de John Adams justificó la ley como una necesidad de protección nacional, sus efectos en los derechos civiles, la cohesión social y la estabilidad política fueron profundamente negativos. La historia nos enseña que la seguridad no debe obtenerse a costa de la libertad, y que la vigilancia del poder gubernamental es esencial para garantizar que las crisis no sean aprovechadas para restringir los derechos de los ciudadanos.
Las propuestas del presidente Donald Trump, se han comparado con medidas autoritarias y restrictivas que limitan los derechos civiles y alimentan la polarización social. Al igual que la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, muchas de las políticas de Trump, como la implementación de políticas de inmigración más estrictas, la construcción de un muro fronterizo con México y el rechazo a los inmigrantes, son criticadas por fomentar la xenofobia y el miedo hacia los “enemigos extranjeros”. Trump, al igual que los Federalistas de 1798, se vale de un discurso de “protección nacional” para justificar medidas que afectaron los derechos humanos y la dignidad de millones de personas. Las políticas migratorias de Trump, incluyen la separación de familias en la frontera y la limitación del asilo, por ello son violaciones de derechos fundamentales. Estas propuestas, aunque diferentes en contexto histórico, comparten un enfoque de utilizar el miedo a una amenaza externa para justificar restricciones internas que, en última instancia, socavan los valores democráticos y humanitarios fundamentales de la nación.