Por. Ivonne Melgar
En un 2024 que confirmó que las convocatorias al odio suman más que los llamados a la construcción del entendimiento, las novelas de Han Kang son un recordatorio al reconocimiento de esa realidad.
Vivimos en un momento en que la normalización del mal y la crueldad dificultan los encuentros profundos y el cultivo de la ternura como antítesis al inescapable dolor que afrontamos en nuestras vidas.
Eso es lo que la premio Nobel de Literatura del año pasado ha conseguido con su obra: visibilizar las complejidades personales y colectivas para que la comprensión de la diversidad humana fluya.
Han Kang muestra una paradoja que hoy nos define: actuamos de manera limitada, coda, indiferente y hasta impune frente a las limitaciones ajenas, aun cuando se trata de una condición que a todos nos toca. En sus historias, la escritora sudcoreana nos muestra las diferentes maneras con las que pretendemos estigmatizar el sufrimiento, cuando en realidad estamos urgidos de su confesión para liberarnos.
Sin duda que el navajazo que la obra de Han Kang nos hace en el alma es parte de esa avalancha cultural que Corea del Sur protagoniza de este lado del planeta con series, películas y la popular banda BTS. Es significativo que, en medio de la sordera frente al dolor propio y ajeno, se abra este diálogo con creadores de una tradición e idioma tan ajenos a lo nuestro. Pero eso es el arte: códigos universales.
De ahí la vigencia que tiene la narrativa de conmiseración y el llamado al deber ético de consolar y consolarnos que nos hace esta maestra de literatura, premio Nobel a sus 54 años. Cuando la Academia anunció en octubre que el galardón recaía en la sudcoreana, los PDF de algunas de sus novelas circularon en chats como ocurre ahora con memes, columnas periodísticas y falsas noticias.
Así que le debo a Han Kang uno de mis mejores otoños de lectura, pues no pude parar, una vez que padeciendo La clase de griego volví a la respiración entrecortada que disfruté en tiempos universitarios. Porque las revelaciones que la autora logra construir en esa novela sobre la experiencia de la discapacidad resultan necesarias cuando nos hemos propuesto la inclusión como práctica de vida y meta social.
Y es que Han Kang consigue mostrar cómo en medio de la profunda soledad por un sentido que languidece, cobran un carácter de lámpara los vínculos de comprensión y aceptación recíproca. Tiene la narradora la capacidad de dibujarnos en escenas, gestos y momentitos lo efímero del amor profundo y, por lo tanto, eterno, entre amigos, amantes, hermanos, padres e hijos, compañeros de causa. Simultáneamente, Kang nos concientiza de que, junto a esa potencia, gravita la pulsión de conductas y sentimientos contrarios en la capacidad de maltratar, ignorar o destruir lo disidente, a nivel íntimo o colectivo. Así ocurre en su novela más laureada, La vegetariana, donde retrata los sutiles y los grotescos modos de un patriarcado que no permite el libre albedrío de una mujer que decide alimentarse de manera diferente.
El retrato de la intolerancia en una familia coreana con dos hermanas que desempeñan roles antagónicos, pero igualmente agotadores, no resulta extranjero para el México de la violencia doméstica, tan legislada como impune.
Mientras en La vegetariana asistimos al sufrimiento personal por la saña con la que una comunidad sofoca el comportamiento “diferente” de sus integrantes, en Actos humanos la autora nos muestra el trauma social que deja el sofocamiento de la resistencia.
Recuperando los sucesos de represión de Estado que sacudieron a la sociedad sudcoreana en 1980, en Gwangju, la ciudad donde nació en 1970, Han Kang desciende al sentimiento de desolación de sus protagonistas para advertirnos que no podemos ni debemos desentendernos nunca de las cicatrices que esos acontecimientos dejan. Y que, más allá de las leyendas de complot y retóricas de supuestos intervencionismos externos, detrás de la sublevación popular, de la resistencia, habita la dignidad que siempre parpadea, aun cuando la violencia sanguinaria nos grite de qué manera puede podrirse la condición humana.
En un México con más de 30 mil homicidios violentos en el año recién terminado, miles de desaparecidos y madres buscadoras, las páginas de Actos humanos nos gritan que, frente al duelo pendiente, la indolencia institucional y comunitaria tendrán un costo, que no hay futuro para la desmemoria.
Porque más allá de las sublimaciones de las ideologías, la trivialización de la narcopolítica, los ninguneos oficialistas de los territorios donde impera el cobro de piso, lo que hay en las biografías fracturadas por la violencia criminal son las secuelas cotidianas de la tortura, el miedo, la incertidumbre, el siempre asfixiante escenario de “si yo hubiera…”.
Y esas marcas moldean los comportamientos comunitarios, más aun cuando se impone la ley del silencio, del no pasa nada.
Han Kang es, además, la voluptuosidad literaria de la fusión humana con la naturaleza en El libro blanco, sea en la recreación de la arena, la nieve, la leche materna, el arroz, los pájaros, el azúcar y los huesos, siempre los huesos como obsesión de una escritora que quiere acercarnos a las evidencias de la muerte para que abracemos la vida. Porque de huesos enterrados –como recuerdos que se callan entre los vencidos, mientras aguardan su revancha– va la novela de Imposible decir adiós, donde la escritora nos regala una oda a la voluntad del encuentro con los otros y a la grandeza que respira en la perseverancia de nuestras decisiones.
“Su manera de hablar y sus gestos traslucían una firme serenidad, lo cual me hacía confiar en que todos nuestros actos tienen una finalidad, en que todos nuestros esfuerzos tienen algún sentido, aunque terminen en fracaso”.