sábado 28 diciembre, 2024
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COLUMNAS ABREVADERO DE LETRAS

ABREVADERO DE LETRAS: La muchacha del abrigo azul

Por. Cut Domínguez

X: @cut_dominguez

                                                                                                                                  Para Adriana
                                                                                    El de la pluma (sin rubor)
                                                                                     y perdón si l@s salpiqué. 

 

El oficio de insolente, chamagoso mental, es un oficio como cualquier otro. La tenacidad, ahora lo sé, tiene la paciencia larga; necesita práctica. Así pues, se saboreaba el viento de diciembre asomándose el Año Nuevo y cruzó la plaza, fiel a una vieja costumbre, con sigilosos trancos de leona dibujando una breve sonrisa sin disfraz alguno. Ni alta ni baja, de porte airoso; nariz perfecta, boca madura, las manos de arpista, labios color carmesí que azucaraba el aire. Cabellera negra lisa, como un jaspe, hasta la espalda, con ondulaciones breves y románticas. Tan bella y lozana como si hubiera nacido en un rosal. El gentío se preguntó “¿quién es ella?”. Sabía cómo guardar silencio, había tanto en su mesura: una mirada, un giro de cabeza, un gesto; parecía sumisa, solo lo parecía. A veces inteligente y observadora. Tenía aires de seguridad como si tuviera todo en la palma de la mano. Sin tener secretos, ella misma era un misterio, un enigma incomprensible. Su olor, movimiento, aliento, toda ella; que propiciaba el embrujo. Una mujer silenciosa, con una mueca apacible, contagiosa, apenas evidente, aparecía con sus profundos ojos castaños, alegres. Y como lo sabía de cierto, hizo caso omiso de hombres cuyos ojos, largos y atrevidos, la miraban con elegantes saludos. Ella bajaba la barbilla a modo de gratitud. Al caer la noche, cuando clavaron sus párpados los alfileres del insomnio, hubiera deseado ser una mujer común. Sin embargo, dentro de las cuatro paredes de su habitación imperó un ambiente de satisfacción, gozoso, festivo. ¿El motivo? Por largo rato miró su prenda favorita que enganchaba en el guardarropa, para luego palpar una pequeña lámina de plata con la letra “A” colgada de su cuello, no sin antes regalarse una sonrisa con un destello triunfal. Cierto día, con impaciencia, un desosiego, la tenían intranquila y quiso pasear deseando saber la causa de tales emociones. Aunque pensó, sosegada, a sus adentros es ahora ¡Ya!. De modo que cogió su querido sobretodo para dirigirse a un aislado paraje fuera del pueblo donde vivía. Tiempo antes, en las mañanas y aún con los ojos a media asta, algunos de sus vecinos, se dedicaban al desagradable ejercicio de cuchichiar por la ventana.“Pinta cosas raras”, dijo un curioso. Miraban cambiar el agua de las flores y también a facilitar a que el aire fresco pasara; eran sus consentidas, hablaba con ellas, les cantaba. Aunque la satisfacción no paró ahí, su atuendo predilecto era objeto de mimos, caricias, desde el gorjal, mangas, hasta la parte baja; para después dejarse apapachar, una y otra vez, por ese tibio y amoroso, abrigo azul. Esa práctica era magia, todo un ritual. Era jueves, en una tarde malva, brillante. Justo cuando las manecillas del reloj marcaron las cinco menos quince, morral artesanal con estampados de colibríes y mariposas al hombro, salió súbitamente hacia el lugar previamente calculado, solamente arropada en el cuello por una bufanda roja. La muchacha del abrigo azul caminó jubilosa, porque no era algo para festejar todos los días. Sus ojos se incendiaron como luciérnagas, luego miró cuidadosamente la ruta de su destino. Y caminó por una vereda con olor a lluvia y romero, con los ojos cerrados suponiendo que soñaba. En momentos sintió en su cuerpo la caricia del viento, lo mismo apacible que uniforme, como esos placenteros viajes nocturnos en tren. Iba alegre, aunque aislada en sí misma, como cajitas de música en un sótano cualquiera. No avanzó mucho cuando al final de un atajo llamó su atención una pequeña cabaña de madera rústica, cuyo inquilino era un hombre entrado en años, pelo cano, taciturno y delicado en cuerpo, quien le preguntó. “¿A dónde te diriges con esa bolsa y chaqueta azul que llaman la atención por bonitas?”. Trastabillando, el tipo se acercó a la muchacha con toda la dignidad de su experiencia, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que jamás le dieron. Después de observarlo, al fin Virgo, con un suspiro profundo, respondió dirigirse a un pequeño valle donde se reunían los enamorados. Y, añadió, en este morral así como dentro de mi abrigo llevo las flores que más les gustan: Lilis. Ven siéntate un rato, dijo el viejo solitario a la muchacha. Para enseguida expresar, “tú no eres una jovencita, aunque sí una mujer llena de sueños, sentimientos honestos y verdaderos”. Un estupor tibio envolvió a la muchacha y ésta demandó: “Cuéntame del enamoramiento y del amor”. El escuálido hombre, ahora con cara de niño travieso y alisándose las canas, contesto que enamorarse es tener endeudada la cabeza, pensar mucho en alguien. El amor, en tal caso, es un trabajo artesanal. Si me preguntas si el amor es eterno te diré que no. El amor se trabaja día a día, es alquimia, es magia. Es, también, complicidad, arte y oficio; es el texto ardiendo al borde del camino. Es corazón y cerebro en comunión invencible. En el amor auténtico uno busca el bien del otro; soy feliz cuando hago feliz al otro. Solo entonces cuando aparecieron los primeros rayos del sol y una sinfonía de colibríes sobre el tragaluz de su recámara que se enteró haber dormido casi dos mil años.  

 

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