Por. Marisa Iglesias
Deslumbrada, arrebatada, emocionada hasta la médula, totalmente rebasada de belleza. Así me dejó la inauguración de los Juegos Olímpicos París 2024. Me acabo de sentar a escribir y no me sale una palabra. Una sola. Temo que al primer teclazo venga una avalancha incontrolable, unas Catarátas del Niágara de letras sin orden, sin reglas, sin pudor. ¿Cuándo terminaré este texto?, me pregunto. ¿Esta noche, mañana, dentro de una semana, un mes, un año, una vida? No lo sé. ¿Mi cerebro volverá a su condición normal? No lo sé. ¿La próxima vez que me vea en el espejo seré la de siempre? No lo sé. El asombro es algo que se pierde con la edad. Me asombré cuando vi unos aviones estrellarse contra las Torres Gemelas de Nueva York. El alma se me escapó del cuerpo. Era el 11 del septembre de 2001 y mi capacidad de asombro ya empezaba a oxidarse cuando esa imagen me provocó un terremoto. Doce años después, se me fue el aire cuando un connotado senador gringo, Frank Underwood arrojó a las vías del Metro a la reportera Zoe Barnes, con quien tenía un affair, en la gloriosa serie House of Cards. Era ficción pero también me provocó sudores y contracturas musculares. Luego lo que suele suceder es que nos acostumbremos a la realidad, por más terrible que sea. Y así vivimos en México desde hace muchos años. Para llorar…
Por eso París para mí fue un auténtico orgasmo. Pura emoción, pura pasión, pura belleza. Pura musicalidad, pura sincronicidad, puro misterio. Puro equilibrio y pura transgresión. Pura religiosidad y pura fiesta. Pura quietud y pura algarabía. Todo el sonido y todo el silencio. Perfecto, calificaría al espectáculo, aunque siento que la perfecta palabra “perfecto”, lejos de crecerlo, lo enfría. Quien lo diseñó y puso en escena merece ovación de pie, pañuelos blancos, lágrimas y orejas y rabo. Y quien lo operó, también. Cuántas cámaras, cuántos drones, cuántos productores, cuántos directores de escena, cuántos actores, cuántos bailarines, cuántos extras, cuántos camarógrafos, cuántos floor managers, cuántos directores de cámaras, cuántas cabinas de producción, cuántos cientos o miles de maravillosos asistentes… No caben en mi cabeza. Y menos operando en esa absoluta, perfecta armonía, sin un solo tropiezo a lo largo de más de tres horas de transmisión en vivo. Milagroso.
Los personajes: Zidane, Nadal, Nadia Comanecci, Carl Lewis, Lady Gaga, Celine Dion. A los políticos los omito porque me dan hueva, aunque Macron sí que se merecería un aplauso. Olímpico y político.
Las imágenes: Las delegaciones olímpicas desfilando en sus barcos, los bailarines coreografiando movimientos expansivos y acotados a la vez, y con unos looks tan simples y sofisticados que solo podrían ser parisinos. Estilismo resistente (me niego a decir resiliente) al predecible clima parisino: lluvia, lluvia, lluvia. Todos chorreados y el glamour intacto. La acojonante versión de La Marsellesa en las cúpulas del Grand Palais de la soprano Axel Saint-Cirel, negra bellísima, con la bandera francesa en la mano derecha, la dulce versión de Imagine y, por supuesto la canción “Nu”, Desnudo, de Philippe Katerine, en plan La Jaula de las Locas, aquella joya fílmica de finales de los 70. Han pasado más de 40 años, ¿y nos seguimos flagelando? No, por favor no.
El fantasmal caballo plateado galopando sobre el Sena en la noche parisina. Y Zidane y los niños. Y el misterioso personaje enmascarado. Los hermosos videos sobre la cultura, CULTURA, francesa: los museos, la literatura, los inventos, el cine, la moda. Y la historia y su huella… La Revolución, REVOLUCIÓN CON R MAYÚSCULA, y María Antonieta cargando su propia cabeza en las manos, vestida de rojo, con peluca blanca y boquita de corazón. “¡Que les den pasteles!”. Por no hablar de los tres andróginos y La Última Cena trans. “Sodoma y Gomorra” dijeron los ñoños. ¡LIBERTÉ!, digo y aplaudo, yo.
Un barco sin identidad en medio de este desfile que grita al mundo el nombre de cada delegación. El barco que quizá es el que más solidaridad concitará. En él viajan personas que no pertenecen a ningún país y no llevan ninguna bandera, pero sí un uniforme olímpico. Son los atletas desplazados, los refugiados, los migrantes, los sin patria. Y esta tarde un pequeño barco los reúne y acoge entre aplausos sobre un río francés. ¡FRATERNITÉ!
Y de la fiesta, de la deslumbrante, impactante, impecable, perfecta fiesta, a los golpes de pecho. ¿La homosexualidad todavía no se comprende? ¿En serio? ¿Todavía asusta? ¿En serio? ¿En serio, en serio, en serio? ¿La compleja transexualidad no provoca, cuando menos, deseos de entender? ¿El festivo e histriónico mundo drag no da ganas de celebrar y de aplaudir? Weyyyyyy, pos a mí sí. ¡EGALITÉ!
Y luego la antorcha… ¿Quién escribió este puto guión? ¿Zidane, unos niños, un enmascarado que corre interminablemente por los techos y los subterráneos de París? Y luego Zidane otra vez y luego Rafa Nadal y un abrazo que provoca lágrimas. Y luego esa lancha inaudita, que tendría que haberse hundido en el Sena de tan simbólicamente pesada. Rafa, Serena, Lewis y Nadia. Así, como si nada. Y luego el icónico encendido del pebetero, que para entonces ya daba igual. O eso creíamos… Porque en ese momento una creación francesa -otra- el globo aerostático, se iluminó y despegó de la tierra mientras abajo, una artista mítica que se había esfumado de los escenarios por problemas de salud, reaparecía como una diosa griega vestida de plata debajo de la Torre Eiffel, cantando intensamente, sobriamente, elegantísimamente el Himno al Amor de Edith Piaf. Céline Dion. Orgasmo cósmico. Una vez más, orgasmo cósmico.
Apagué la tele y quedé en pasmo. Tendría que haber apagado todo lo demás.Quizá, sobre todo, la luz. Añoré eso: oscuridad, silencio, paz. Mi agitación no parecía encontrar ni una bajadita.Pensé que tenía que escribir. Desée con toda mi alma escribir, pero estaba rebasada. Escénicamente, musicalmente, narrativamente, culturalmente, visuamente, emotivamente, rebasada. ¿Cuándo publicaría? Porque sin duda no sería al día siguiente. ¿Dos días después? ¿Una semana después? ¿Una década después? ¿En mi siguiente vida? No importaba, la nota ya se me había ido. Pero este sueño, este alucine sin pastillas ni líquidos hechizos de Alicia en el País de las Maravillas, lo quiero conservar vivo y vibrante para siempre.¡Gracias París!