Por. Boris Berenzon Gorn
Mi canto es un canto libre
Que se quiere regalar
A quien le estreche su mano
A quien quiera disparar
Víctor Jara
Durante siglos, el estudio de la historia y la cultura se vio afectado por limitaciones simplificadoras que obstaculizaron la comprensión de gran parte de los fenómenos. Por un lado, lo que se consideraba como “cultura” estaba influenciado por criterios de clase que sólo valoraban la llamada “alta cultura” dentro de los estándares estéticos occidentales y modelos de superioridad “blanca”. De esta manera, el arte respondía a criterios impuestos desde una posición de poder y todo lo que quedaba en sus márgenes era ignorado.
Por otro lado, se creía que algunas fuentes y rastros de la actividad humana eran más importantes que otros. En gran medida, la construcción histórica se basó en acontecimientos políticos y militares, lo que significaba que únicamente las fuentes que parecían tener valor eran aquellas que permitían reconstruir esos momentos turbulentos de nuestra historia. La vida humana, vista desde esta perspectiva, se reducía a momentos importantes de cambio, y todo lo que quedaba en medio se perdía en el tiempo.
Es natural preguntarse qué quedaba antes de estos dos grandes cortes que limitaban la existencia humana. Por un lado, al privilegiar la narración de eventos militares y políticos había una perspectiva patriarcal; el conflicto era visto como el motor de la historia y la irrupción violenta como el único potencial de transformación, las temporalidades eran restringidas y superfluas, un síntoma exitoso del sistema. Por otro lado, la exclusión de cualquier manifestación que escapara al modelo predominante: el del hombre blanco, heterosexual y occidental. La enorme cantidad de manifestaciones culturales que quedaban fuera es inconmensurable.
En este contexto, la historia de la música se centraba únicamente, y, sobre todo, en la música clásica, en sus antecedentes medievales cristianos y las manifestaciones admitidas por los grupos de poder como bellas y dignas de conservar, incluso la música popular de los juglares y las canciones transmitidas de generación en generación eran excluidas. De hecho, la valoración de las expresiones populares y femeninas de la música es un enfoque relativamente reciente, posterior a las transformaciones teóricas de la segunda mitad del siglo XX, de las que hemos hablado en el Rizo en otros momentos.
Sin embargo, lo que me interesa enfatizar es que la música es una de las manifestaciones humanas más vitales e importantes que permite comprender las culturas a lo largo del tiempo. La música no sólo refleja los valores y sentimientos más recurrentes de una sociedad, sino que también permite interpretar lo que no se dice, lo que es reprimido y censurado en una época dada; el Deseo, con “D” mayúscula, porque a menudo es el único lugar donde se puede expresar lo que no puede ser dicho en la normalidad. Shakira y el revuelo que ha causado contra su expareja es un feliz recordatorio del poder de la música, aunque no se compara en absoluto con la transgresión que representaron Violeta Parra y la nueva canción chilena, pues a través de la música manifestaron la cultura política de su tiempo dando un espacio a las mujeres músicas en un horizonte particularmente misógino.
Aunque se considera que la música clásica es el modelo de elegancia y refinamiento, dentro de su propia historia encontraremos que en su momento los que hoy consideramos grandes, como Mozart o Beethoven, fueron considerados simples y hasta vulgares comparados con modelos más ortodoxos. ¿En dónde queda el placer de oír por la sensualidad de la música sin más? Y a pesar de ser estigmatizada, a menudo la música de las clases marginadas puede ser un verdadero indicador de la inestabilidad política, social y económica; pues manifiesta la resistencia a las clases hegemónicas y sus espacios de representatividad de un deseo más “genuino”.
No es necesario que una canción hable abiertamente de un tema político para llamar a la disidencia. A veces, basta con una broma, metáfora o juegos de palabras; la burla y la ridiculización son muestras de descontento. Si analizáramos todas las experiencias musicales que durante años han sido olvidadas, seguramente nos tomaría una eternidad descifrar sus códigos y poner en su justo valor su papel como elementos simbólicos en la narrativa de una época.
Los ejemplos abundan, como el flamenco español, enriquecido por influencias gitanas, árabes y andaluzas; o el tango argentino, una mezcla de sonidos gauchos, europeos, afrodescendientes e indígenas que crearon una compleja fusión musical que salía a las calles de los burdeles y las tabernas de Buenos Aires y que, lejos de representar buen gusto, como se considera actualmente, era una música marginal y subversiva asociada a la vida nocturna de las clases bajas, calificada de vulgar por sus letras controvertidas y melancólicas que exhibían el deseo sexual, el crimen y la desigualdad.
Lo mismo ocurre con la salsa cubana, el componente esencial de cualquier fiesta latina en nuestros días. Sus letras evocan tanto el amor, la felicidad y la pasión, como la miseria y la desigualdad de la vida, pero siempre con ritmos alegres y contagiosos que deben ser bailados. La salsa cubana también es resultado de la mezcla de influencias diversas, desde ritmos africanos e instrumentos españoles, hasta la incorporación de sonidos provenientes de otras latitudes latinoamericanas. La salsa cubana era considerada marginal debido a sus elementos afrocubanos, como la rumba y la música yoruba que se relacionaban con rituales religiosos y chocaban con el conservadurismo católico predominante. Además, contiene elementos sexuales explícitos y bailes sensuales y provocativos, y, por supuesto, era considerada–aún lo es en ciertas partes del mundo–la música de las clases trabajadoras.
La música es por excelencia el espacio de lo culturalmente subversivo. La cumbia, la rumba, la salsa y el merengue tienen sus orígenes en las pasiones reprimidas de personas esclavizadas que para recordar sus orígenes africanos se retiraban por las noches a las montañas a expresar sus sentires de libertad y añoranza; así lo muestra la rumba en el Congo, por ejemplo. El rap y el hip-hop han desempeñado un papel clave en la resistencia de los pueblos afroamericanos y afrodescendientes en varias partes del mundo. Por su parte, el movimiento Riot Grrrl fue toda una revuelta en los noventa, pues buscaba la representación de las mujeres en la lucha feminista y por la igualdad de género con bandas como Bikini Kill y Sleater-Kinney que siguen siendo reconocidas. El punk underground es el lugar principal de la música independiente y experimental; mientras que cada vez surgen más manifestaciones específicas de grupos LGBT, ya sea mediante la introducción de sus temáticas en otros géneros musicales, ya mediante la apropiación y la reinvención de géneros que se consideran territorio LGBT y drag queen.
El reguetón, por su parte, surgió en Puerto Rico en la década de los noventa y mezcla influencias del reggae, el hip-hop, la música latina y el dancehall. Al igual que en otros casos, era considerado la música de la marginalidad y de las clases bajas, estigmatizado tanto por sus letras explícitas y sexuales como por hablar de la vida en la calle y los problemas de violencia y desigualdad que afectan a los menos privilegiados. A partir del año 2000, ganó popularidad y se mezcló con otros ritmos, especialmente con el pop, que de suyo es un género comercial. A medida que se incorporaba a la vida de las clases medias y altas, fue discretamente rebautizado como “música urbana”, para marcar una frontera entre el reguetón de la calle, que sigue existiendo y por supuesto siendo marginado y señalado como indeseable, y el que es socialmente aceptable consumir.
Las manifestaciones musicales de nuestro tiempo parecen seguir mostrando representatividades culturales y signos de poder versus disidencia social. Hay criterios políticos, sociales e incluso de clase para clasificar la música, pocas veces son estrictamente estéticos. Ciertos tipos de música son asociados a ciertos grupos y se les dota de una serie de atributos que van más allá de sus ritmos: existe una representatividad narrativa que describe el universo cultural. Desafortunadamente, a veces los géneros musicales sólo se vuelven aceptables cuando las clases que ostentan el poder ideológico los adoptan y los despojan de su contenido sensual y político.
Manchamanteles
Reivindicada por el tiempo y convertida en un himno, “Cambalache” de Enrique Santos fue escrita en 1935 pero cayó muy mal en la sociedad de la época:
Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé
en el quinientos seis y en el dos mil también,
Que siempre ha habido chorros, maquiavélicos y estafadores
contentos y amargados, valores y dubles
Pero que el siglo veinte es un despliegue
de maldad insolente, ya no hay quien lo niegue
Vivimos revolcados en un merengue
y en un mismo lodo todos manoseados
Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor
ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador
Todo es igual, nada es mejor
lo mismo un burro que un gran profesor [Fragmento]
Narciso el obsceno
Sí me gusta el reguetón, pero si lo ponen en Polanco.