Por. Gerardo Galarza
Hoy y también en los próximos meses no habrá muchos ciudadanos interesados sobre el tema vital para el país: la integración del nuevo Congreso de la Unión.
Lo atractivo, lo poderoso, lo grandioso, la gran expectativa, la “nota”, pues, será sobre quién será el nuevo presidente de la República. El presidencialismo mexicano así lo impone y también la tradicional cultura política de la humanidad.
Los hombres, desde que son hombres, siempre han tenido necesidad de un jefe de la manada, de un dirigente, de un líder de quien esperar toda la redención y a quien culpar de todos los males propios, y para ello los humanos se han inventado todos géneros o tipos de gobierno.
Todos, -democráticos, antidemocráticos, dictatoriales y represivos-, tienen un jefe máximo, dirigente, líder, rey, presidente, primer ministro, dictador o lo que sea y como se llame que encarna el poder. Aquel que debe tener todas las soluciones, y que también es el responsable de todos los problemas de los demás. Así se cree, así se asume.
Los mexicanos también y bajo esa creencia actúan políticamente, y cada seis años se quejan de aquel a quien un sexenio atrás fue su esperanza de salvación y resultó peor que el anterior… y entonces apostarán por el nuevo mesías redentor.
Académicamente está demostrado que el sistema político mexicano está basado en el presidencialismo, pese a que legalmente es apenas uno de los tres poderes de la Unión y que, durante el priato, -que resucitó hace cinco años-, los poderes Legislativo y Judicial fueron empleados del Ejecutivo.
A partir de 1988, los mexicanos todos pudieron darse cuenta de que hay una manera de controlar las arbitrariedades del titular de Poder Ejecutivo: las competencia y facultades de los otros dos poderes republicanos. Entonces, por primera vez en la historia, el presidente de la República y su partido no tuvieron la mayoría necesaria en el Congreso de la Unión para cualquier decisión presidencial; que había necesidad de negociar, de concertar con la oposición. Desde el propio poder político, con la idea de mantenerse sin cambios, se desprestigió ese esencia de la política y se esparció el remoquete despreciativo de la “concertacesión”. La esencia de la política, la negociación, se volvió “concertacesión”, para compararla con corrupción.
Durante la breve primavera democrática del país – conseguida con la lucha de millones de ciudadanos de todas las tendencias políticas- los gobiernos de Salinas de Gortari, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto se vieron en la necesidad de negociar, tomar en cuenta las demandas de los opositores (incluidas muchas que reclamaba Andrés Manuel López Obrador) para poder gobernar.
Nada extraño ni novedoso en un sistema democrático: el Poder Legislativo es un contrapeso del constitucionalmente todopoderoso para el Poder Ejecutivo. Fue la oportunidad de ver y saber la importancia de la división de poderes republicanos.
Algunos, no muchos, lo entendieron. No es fácil quedarse sin jefe de la manada o con su poder acotado. Faltaba más. Hoy mismo, el presidente de la República se queja de los acciones del Congreso de la Unión y, sobre todo, de las decisiones del Poder Judicial, que se empeña en mantener el respeto a la legislación vigente.
Entonces, hay que decir en el poco espacio que queda que es muy importante quien será el nuevo presidente de la República, pero es más importante quiénes serán los integrantes de las cámaras de Diputados y Senadores, legalmente representantes de eso que llaman pueblo. El voto es para ello, no sólo para apostar a un nuevo mesías.
Sí, no es muy atractivo, pero es lo importante.