Por. Gerardo Galarza
De acuerdo con la tradición priista el destape del candidato del partido oficial a la presidencia de la República marca el fin del sexenio y el inicio del siguiente.
Eso es lo que espera, desea, planea el presidente de la República: que el 6 de septiembre se sepa quien será el nuevo presidente, después de que él decida el resultado de la encuesta de Morena.
Así ocurrió entre 1929 y 1994, aunque ese año haya habido un nuevo destape por el asesinato de Luis Donaldo Colosio. El destape era ejecutado por el dedo presidencial, no había más.
Francisco Labastida Ochoa, en 1999, fue el primer candidato del PRI que no fue beneficiado por el dedazo y el primero que perdió las elecciones, cuando el presidente Ernesto Zedillo decidió no ejercer “su” derecho al designar al heredero de la monarquía sexenal, y luego -cierto y por encima de todo, la mayoría de los ciudadanos decidieron votar por Vicente Fox, dando el mayor paso democrático en este país.
Aunque lo haya querido, Fox no pudo imponer a su sucesor; Felipe Calderón se le impuso a él y en su partido. Tampoco Calderón pudo decidir su sucesión. La de Enrique Peña Nieto fue una decisión de una cúpula priista
integrada por gobernadores y dirigentes nacionales, que esperaban beneficios de él. La candidatura de Andrés Manuel López Obrador requirió de crear un partido político que la apoyara, no al revés.
De 1999 al 2017 no hubo dedazo, por obra y gracia de los ciudadanos mexicanos que lucharon por la democracia contra “la dictadura perfecta” del priato y sus prácticas totalitarias.
Sin embargo, pese los avances democráticos, la mayoría de los mexicanos siguen creyendo en que al nuevo presidente la República lo nombra el anterior presidente y, en el peor los casos para ellos, hay que votar por él, el nuevo dador de vida. Lo de 1999 al 2108 fue un asomo de primavera democrática.
Hoy con el regreso del presidencialismo más feroz, López Obrador cree, confía, quiere, desea, supone en que la decisión que él tome sobre la candidatura de Morena sea, el realidad, la designación del nuevo presidente de la República como ocurría durante la dominación priista.
Él conoce bien ese guion. Fue priista hasta que ya no le convino, porque no lo hicieron candidato a gobernador en su estado. Un priista fiel. Conoce, añora y ejerce lo que significa un presidente todopoderoso. Eso quiere, eso cree. Y más: confía en que el nuevo presidente de la República designado por él le obedezca durante los siguientes seis años, como lo pretendieron la mayoría de sus antecesores provenientes del PRI.
Sin embargo, y eso también lo sabe, el ungido por el dedazo, hoy presentado como encuesta, sería -si los ciudadanos no lo impiden- el nuevo todo poderoso que no aceptaría compartir el poder absoluto con nadie, como lo hace el propio López Obrador.
Entonces, de acuerdo con la antigua liturgia priista, el próximo 6 de septiembre el país tendrá dos presidentes de la República, el que se va y el llegará. La luna de miel, si la hay, llegará hasta el 30 de septiembre del 2024.
Antes, los mexicanos podrán ejercer su derecho a decidir el destino del país, en uno u otro sentido. Sí, ya hay un camino más allá del del autoritarismo.
La irrupción de la precandidatura de la senadora Xóchitl Gálvez ha provocado que el anhelado presidencialazo esté cuando menos en duda, y hace renacer la esperanza de una elección democrática.