Por. Boris Berenzon Gorn
Nos acostumbramos a la violencia y esto no es bueno para nuestra
sociedad. Una población insensible es una población peligrosa.
Isaac Asimov
A Santiago, en la fiesta de sus 11 años.
La violencia parece estar ligada a la humanidad desde el principio de los tiempos. No es un comportamiento exclusivo del homo sapiens sapiens, parece definir la mayor parte de las interacciones en el mundo animal y desde la complejidad del caos, parece que el sistema natural podría definirse como violento en sí mismo: violento fue el origen del universo, violenta es su persistencia y muy probablemente violento será su término. Si bien, no todo en el mundo natural es violencia, desde la perspectiva humana, aquello que transgrede la calma, la tranquilidad, la estabilidad y el estado habitual de las cosas y situaciones suele ser asimilado como tal.
Y es que la violencia es una suerte de imposición que tiene la posibilidad de producir daño en individuos y colectividades. Aunque no todo poder es necesariamente violento, la dominación suele emplear la fuerza física, psicológica, económica o hasta ambiental para subyugar o lastimar al otro. Sin embargo, la violencia no siempre es un fin, la mayor parte de las veces funciona como medio, y precisamente esa es la característica que imposibilita su erradicación. Porque la violencia se reproduce a nivel simbólico y a través de las narrativas que atraviesan el espacio cultural, en las prácticas, roles y relaciones sociales. La violencia no siempre se ejerce, pero se mantiene latente.
Las instituciones y los sistemas jurídicos también manifiestan la violencia, aunque al menos en la mayoría de las naciones modernas se admite que únicamente el Estado tiene el uso legítimo de la violencia, por lo que la institucionaliza, genera cuerpos profesionales para su reproducción e incluso reclama el derecho a declarar la guerra y participar de ella. A diferencia de la violencia instintiva e irracional, las naciones han racionalizado la violencia y la utilizan de manera pragmática para mantener su soberanía e imponerse frente al resto; así que claramente, la violencia puede ser utilizada de manera racional, pero eso no significa que sea razonable y mucho menos justa.
La violencia se reproduce de manera estructural, no sólo en los modelos de poder vertical que la ejercen mediante la dominación—legitima o no—y que se imponen a nivel individual y colectivo. Se manifiesta prácticamente en todas las relaciones sociales: en los padres que educan a sus hijos, entre hermanos y hermanas, en la escuela, el trabajo, el espacio social urbano y rural. En países como el nuestro es parte de la vida cotidiana y hunde sus raíces en una larga historia de la opresión de las minorías y grupos no hegemónicos, pero la ejercen tanto quienes detentan el privilegio, para conservarlo, como quienes no lo tienen, para ganarlo.
Desde la perspectiva de la historia de la filosofía, el debate sobre la violencia ha sido una constante. Aunque en la modernidad, éste se ha centrado en dos grupos de argumentos que explican, por un lado, la violencia como parte de la genética de los seres humanos; y por el otro, que insisten en que la violencia se enseña y reproduce culturalmente. Por momentos, ambos grupos de argumentos se imbrican, pero decantarnos por cada una de las perspectivas tiene implicaciones diversas ante las que hay que mantener una perspectiva crítica.
Durante el siglo XIX con el auge de las ciencias modernas, y posteriormente en el siglo XX, fundamentando los discursos bélicos, se ha promovido la construcción de discursos cientificistas que explican la violencia desde la herencia biológica, lo que la hace, obviamente inevitable. Buena parte de estos argumentos provienen de las teorías darwinistas y eugenésicas que fueron empleadas para justificar la exclusión de los “menos aptos” para enfrentar la vida. Con todo, la decisión acerca de quien es apto o no es sin duda subjetiva y se basa en el tipo de sociedad que se quiere construir. Sin embargo, es fundamental reconocer que estas teorías, que en mayor o menos medida justificaron los fascismos, se presentaban como el producto de tesis científicas y objetivas.
La violencia hacia las mujeres, los niños, las personas con discapacidad o con alguna otra diferencia a los modelos hegemónicos de cuerpo y poder, también se han justificado desde una perspectiva biologicista. Durante la época de la conquista se discutía la humanidad de los indígenas, al igual que se hizo por siglos con la de las personas negras. En el siglo XIX, el llamado “sexo bello” era presentado desde las narrativas hegemónicas como inferior física e intelectualmente al “sexo poderoso”. Cualquier mujer que saliera de la norma era clasificada como masculina y segregada de los roles y relaciones sociales.
Los estudios de algunos modelos antropológicos también han empleado la ciencia para justificar la violencia: la competencia por los recursos, instintos de dominio, roles sexuales, lucha contra amenazas, reproducción sexual de los individuos con mayor presencia de comportamientos violentos (que suelen tener mayores niveles de testosterona), en suma, la violencia como forma evolutiva de asegurar la supervivencia de la especie y por lo tanto, como rasgo ineludible de nuestra herencia genética. Estudios más recientes han estudiado también el impacto de la violencia en el éxito para conseguir pareja, los efectos de las enfermedades mentales como productores de conductas violentas y han efectuado mapeos genéticos sobre la persistencia de neurotransmisores asociados a comportamientos violentos.
Algunos de estos estudios son, sin duda, mucho más serios que otros y siempre deben ser tomados como punto de partida para explicar y preguntar, pero no para dogmatizar ni mucho menos para elaborar narrativas deterministas. Desde la perspectiva de los estudios culturales, el origen de la violencia resulta mucho menos importante que su persistencia y se analizan los factores que la producen y la reproducen con miras a una transformación estructural que pueda resolver el conflicto por medios pacíficos.
Se trata de reconocer que la violencia se sustenta institucionalmente y en los sistemas jurídicos. Las instituciones también reproducen la violencia económica, política, la opresión a ciertos grupos sociales, la exclusión y falta de representatividad de otros tantos. Y no sólo se trata de instituciones políticas: el modelo básico de familia nuclear patriarcal debe ser repensado para revelar las estructuras violentas que lo sustentan. La religión y su hija incómoda, la moralidad atea de la posmodernidad, impone sobre el cuerpo y la mente narrativas de violencia, reproduciéndola generación tras generación.
También está la falta del reconocimiento a los derechos humanos y la igualdad de personas y colectividades por parte de un buen número de naciones, grupos e individuos en todo el mundo; así como la exacerbación que hacen de las conductas violentas los medios de comunicación y la industria del entretenimiento, en la medida en que resaltan el factor emocional y de poder presentándola como algo atractivo y minimizando sus consecuencias negativas, tanto para las víctimas como para los victimarios.
Los sistemas educativos también son responsables de su reproducción, sobre todo cuando perpetúan modelos anticuados que se basan en el premio y el castigo e imponen las conductas violentas como única forma de educar y producir comportamientos deseables; produciendo la aceptación de las mayorías y legitimando así el medio en el fin. Los roles impuestos a todos los miembros de la sociedad también vienen con una buena dote de violencia, jerarquizando a la sociedad y normalizando su aparición en relaciones de pareja, laborales, de intercambios de servicios, entre otros.
Decantarse por un grupo de argumentos u otro puede ser riesgoso, porque de lo que se trata es de examinar con cuidado en qué medida cada argumento nos permite explicar a la violencia como parte de las relaciones humanas. Sin embargo, parece que la prerrogativa debe ser atacar su reproducción estructural, canalizando el conflicto por otras vías a través de la intervención de todos los actores sociales. Quizá es cierto que erradicar la violencia es una utopía, pero en todo caso, las utopías trazan el camino a recorrer.
Manchamanteles
Sobre la paz, un poema de Blas de Otero:
Escribo
en defensa del reino
del hombre y su justicia. Pido
la paz
y la palabra. He dicho
«silencio»,
«sombra»,
«vacío»
etcétera.
Digo
«del hombre y su justicia»,
«océano pacífico»,
lo que me dejan.
Pido
la paz y la palabra.
Narciso el obsceno
No era él, era esa ímpetu que lo dominaba cada que jugaba el Barça.