Por. Boris Berenzon Gorn
La manzana no puede ser vuelta a poner de nuevo en el árbol del
conocimiento; una vez que empezamos a ver, estamos condenados y
enfrentados a buscar la fuerza para ver más, no menos.
Arthur Miller
Aunque estamos acostumbrados a pensar los saberes como lugares delimitados de estudio, basándonos en enfoques y métodos específicos; lo cierto es que la delimitación conceptual que define en qué consiste cada uno es el resultado de una larga trayectoria de articulación de saberes que ha fragmentado la experiencia vital con la finalidad de comprenderla, frente a la complejidad que representa la visión integral o global del todo.
Cuando nos referimos a la habitual división entre “ciencias sociales” y “ciencias naturales”, y añadimos inclusive la de “humanidades” y “artes”, estamos asignando, quiérase o no, un valor específico a cada uno de estos saberes, una utilidad, y asumiendo seguramente sin mucha reflexión una jerarquía entre ellos. En la cúspide se han afianzado las llamadas ciencias duras o ciencias naturales, mismas que son consideradas como irrefutables al ser productoras de “verdades incuestionables”, e incluso se asegura que son capaces de generar leyes inflexibles para explicar el mundo y la realidad. En la parte más humilde de la cadena están las artes, a las que se ha reducido a productoras de un entretenimiento del que se puede prescindir.
No cabría en estas páginas hacer un recorrido que dé cuenta del origen de estas divisiones, pero al menos desde la perspectiva moderna sí podemos reconocer los pilares filosóficos en los que descansa el racionalismo y su visión empirista, mismo que dio lugar eventualmente al llamado positivismo de las ciencias. Por este recorrido tendríamos que pasar inevitablemente por las obras de Descartes, Discurso del método, Meditaciones metafísicas, Principios de filosofía y el Tratado de las pasiones del alma. Descartes pretendía crear un sistema filosófico resistente a la crítica, más allá de la subjetividad, y estableció las reglas del método y el modelo del cogito ergo sum.
A partir de Descartes la filosofía moderna tendió cada vez más hacia la división de las ciencias y la delimitación de los saberes, Locke, Hume, Francis Bacon, Spinoza, Leibniz y por supuesto Kant y Hegel sentaron las bases para la clasificación de los saberes que culminó con la delimitación de las ciencias productoras de conocimiento específico llevada a cabo por el positivismo. La filosofía del siglo XX se encargaría de desarticular la pretensión segmentaria de los saberes echando mano también de la crítica psicoanalítica, sociológica, antropológica y de las diferentes formas de transdisciplina que predominan en los estudios culturales hasta nuestros días.
Sin embargo, a pesar de los embates teóricos y filosóficos en contra de la división de los saberes en disciplinas monolíticas, es preciso admitir que esa visión ha triunfado y sigue vigente en pleno siglo XXI y exige, cuando menos, repensar la manera en que construimos el conocimiento en la era digital de la información. Las divisiones de los saberes están cimentadas en una serie de estructuras que han adquirido un poder enorme que parece inamovible, pues cumplen una función social, se trata de los centros de investigación y las universidades que en todo el mundo constituyen la punta de lanza de la producción del conocimiento y que dictan cánones en torno a los cuales se organizan grupos de profesionales encargados de decidir aquello que es válido y de descartar lo que consideran inválido.
De esta manera, tenemos un mundo plagado de centros de investigación dedicados a las ciencias genómicas, la física y la astrofísica, la química farmacológica, los estudios históricos americanos y africanos, los estudios filosóficos, políticos sociológicos y antropológicos; la música, la danza la arquitectura y el teatro, los estudios semióticos y filológicos, la medicina preventiva, la telemática y la informática, el procesamiento de datos, la mercadotecnia, la economía, el diseño industrial y gráfico, las ciencias del deporte, la botánica, la química en alimentos; y podríamos llenar páginas enteras enlistando divisiones cada vez más restrictivas entre los saberes.
Queda claro que la atomización que predijo el posmodernismo en torno a las ciencias, aquello que se ha llamado también hiperespecialización, hoy más que nunca es una realidad. Los saberes se acortan, las disciplinas se subdividen, las líneas de investigación aumentan en número y existe una tendencia generalizada a profundizar en torno a temas tan específicos que interesan a muy pocos y donde tiende a perderse el foco de su pertinencia, así como las razones que han generado la búsqueda de respuestas en primer lugar.
Voces poco optimistas han pronosticado que la atomización de los saberes conducirá a la debacle, ya que contaremos con una cantidad de información tan inmensa que relacionarla, interpretarla y manejarla será prácticamente imposible. Se ha planteado que a medida en que las divisiones crecen, el conocimiento que de ellas dimana es cada vez más inútil y menos trascendente en lo que se refiere a su utilidad y valor social, y que estando desconectadas las ciencias naturales, las ciencias sociales, las humanidades y las artes será imposible definir sus puntos de inflexión. A lo anterior se agregan otros problemas, como el hecho de que los intereses del capitalismo impulsan los saberes que producen bienes materiales y dejan de lado todo aquello que no genera objetos de consumo.
Aunque frente a este desolador panorama, también se han alzado otras voces que se mantienen en pie resistiendo la segmentación de los saberes y llamando a la concientización en torno a los intereses que la producen. Insisten en reconocer que la hiperespecialización es favorecida por una lógica productiva de la investigación que se precia en promover cantidad sobre calidad. Esas suelen ser, por supuesto, las voces de la transdisciplina, que reconocen cuán artificiosos son los límites entre los saberes, que ven con recelo las lagunas que se generan al priorizar a unos sobre otros y que aseguran que la investigación necesita de colaboración, el diálogo y la ruptura de los esquemas metodológicos ortodoxos con la finalidad de crear otros mucho más flexibles.
Este problema, podría decirse, lleva impregnada la marca de la posmodernidad, es así porque el exceso de información que nos abruma pone en perspectiva la necesidad de buscar nuevamente los saberes generales. No es algo fácil, sobre todo reconociendo que los criterios de verdad absoluta cayeron en crisis hace más de cien años, y que con la caída de las grandes verdades y teorías, también cayeron las aspiraciones de la globalidad de los saberes. La diferencia estriba en que los marcos críticos de nuestro tiempo no cometerán—esperemos—el error de creerse indispensables e invariables. Construir modelos globales de conocimiento requiere mantener la duda siempre en el bolsillo, abrirse a la subjetividad y entender que interpretar las generalidades no es sinónimo de ignorar los detalles.
En el mundo real, las divisiones entre los saberes no existen. Estamos atravesados lo mismo por las ciencias que por las artes, por intereses políticos, de consumo y económicos, que por necesidades estéticas y éticas. En última instancia, quizá debamos volver a los problemas ontológicos para reparar todo aquello que se ha roto desde la epistemología.
Manchamanteles
Es tanto lo que no sabemos que las posibilidades parecen infinitas, como en el microrrelato de José María Merino, “La tacita”:
He vertido café en la tacita, he añadido la sacarina, remuevo con la cucharilla y, cuando la saco, observo en la superficie del líquido caliente un pequeño remolino en el que se dispersa en forma elíptica la espuma del edulcorante mientras se disuelve. Me recuerda de tal modo una galaxia que, en los cuatro o cinco segundos que tarda en desaparecer, imagino que lo ha sido de verdad, con sus estrellas y sus planetas. ¿Quién podría saberlo? Me llevo ahora a los labios la tacita y pienso que me voy a beber un agujero negro. Seguro que la duración de nuestros segundos tiene otra escala, pero acaso este universo en el que habitamos esté constituido por diversas gotas de una sustancia en el trance de disolverse en algún fluido antes de que unas gigantescas fauces se lo beban.
Narciso el obsceno
Dicen que Sócrates, ya con varias copas encima, hacía gala de su narcisismo negando lo que sabía para que sus amigos le dijeran que él era el más sabio.