jueves 21 noviembre, 2024
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«CEREBRO 40» La vida después del COVID

Por. Bárbara Lejtik

Las ramas de las jacarandas henchidas de moradas flores nos asegura que por fin llegó la primavera.

Una primavera largamente anhelada por los habitantes de este planeta.

Cada vez menos se escucha la palabra Coronavirus, así como pandemia, vacuna, precaución, cubrebocas y sana distancia.

Salimos ya a la calle casi sin miedo, convivimos tranquilamente y hablamos en voz alta, nos abrazamos y sonreímos con libertad.

Hace tres años que distinto era el panorama.

Como entre nubes negras recuerdo esa catastrófica semana en que regresaron a los estudiantes de las escuelas y a los empresarios nos cerraron nuestros negocios, nos aferramos, pedíamos un día más, una hora más trabajando, no hubo prórrogas, con lo que teníamos en la mano el gobierno nos mandó a nuestras casas, fue uno de los días más difíciles que recuerdo haber vivido, no sabíamos nada, no entendíamos nada.

Después nada, durante semanas no hubo nada, no hubo certeza, no hubo aire libre, no hubo respuestas para nada, pasaron los días, las semanas y todos dentro de nuestras casas pensábamos que el final de los días había llegado ya, incertidumbre y desolación.

Fue entonces cuando inventamos nuevos métodos de subsistencia, empezó así el trabajo desde casa para todos, la convivencia que muchos desconocíamos de 24 por 7, la racionalización de lo poco que había en las alacenas, el tiempo sin tiempo, los días que se fundían con la noche sin reloj.

Nos reinventamos, todos sin excepción abandonamos nuestra zona de confort para conseguir el sustento de nuestras familias, vendíamos cosas en línea, preparamos comida, ofrecimos asesorías, apoyamos como pudimos.

Recuerdo el miedo a todo, a la demás gente, a salir a la calle, a la muerte, a no regresar nunca a la vida como la conocíamos.

Un estornudo, un mareo, un dolor de cabeza era suficiente para que las familias entraran en pánico, para que pensáramos que el COVID nos había encontrado.

En tres años pasaron muchísimas cosas, desde el primer caso en Wuhan, China, nos contagiamos aproximadamente 760 millones de personas, de las cuales lamentablemente fallecieron cerca de 7 millones personas, datos de la OMS, que no son del todo precisos. La cantidad de gente que murió por COVID o por situaciones de hambre y calle, derivados de la pandemia, son aún muy difíciles de determinar, quedándonos claro que para bien o para mal, todos los países de todos los continentes estamos conectados y no hubo forma ni habrá nunca más de aislarnos el resto del mundo. El COVID no respetó colores, idiomas, edades, ni estatus socioeconómicos, con la misma fuerza azotó a ricos y pobres, a creyentes y ateos, a buenos y malos.

Hoy, el 71.3% de la población tiene al menos una vacuna, lo que aceleró por completo el proceso de volver a nuestros trabajos y los estudiantes a las aulas.

El recuento de los daños es abrumador, familias incompletas, negocios destruidos, deudas, economías derruidas, pérdidas irreparables .

Todos vivimos de cerca la tragedia, todos podríamos contar alguna historia que cambió para siempre nuestras vidas.

Los testimonios de quienes vivieron en el frente de batalla, en los hospitales y en los centros de atención para contagiados son inenarrables, días y días que se convirtieron en meses y en años conviviendo de frente con la muerte, viendo cómo por más que luchaban los infectados no podían mantenerse con vida; transmitiendo las noticias a sus familiares, sus últimas palabras, sus últimos momentos, la gente se moría sola, aislada, en pocos días, de la manera más fea que puede existir, sin esperanza, sin contención, sin una mano que sostuviera sus últimos instantes con vida y no se podía hacer nada.

No había funerales, mucho menos abrazos para los dolientes que tenían que conformarse con recibir por mucho las cenizas de sus familiares varios días después.

El Coronavirus, la mayor pandemia de nuestra historia, nos enseñó a todos lo vulnerables que somos, nos vino a demostrar que ni la tecnología, ni el dinero ni el poder nos pudieron mantener a salvo.

Han pasado tres años de que el mundo cambió, de que dejamos de vernos la cara completa, de sonreír y de no saber si al otro día seguiríamos aquí.

¿Se habrían podido evitar tantas muertes?

No lo sabemos, yo pienso que si, si nos hubiésemos quedado en casa como nos recomendaban las autoridades, pero me atrevo a asegurar que todos desobedecimos en más de una ocasión.

¿Qué viene ahora? ¿Qué aprendimos con todo esto? ¿Mejoramos o empeoranos como especie?

Existen varias respuestas al mismo tiempo.

Justo ahora yo creería que tristemente no entendimos ni mejoramos mucho como comunidad, seguimos enfrentados y confrontados, intolerantes hacia el pensamiento del otro, inflexibles ante las necesidades, convencidos de que sólo cada uno de nosotros tiene la razón y el derecho de expresarla.

Espero que nunca más tengamos una lección de esta magnitud y que sea la empatía la que nos enseñe a valorar y cuidar la vida cada día.

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