Por. Citlalli Berruecos
Nos encontramos en un café cerca de la Universidad. Era confuso verla frente a mí, dispuesta a contarme su historia. Su expresión no era como aquellas otras en las que claramente se ven las arrugas del enojo, sino la de una mujer en desconcierto, como si sus ojos atravesaran las etapas del luto sin llegar a la aceptación pues no comprendía lo sucedido. Lo que era claro, es que su proceso doloroso no era común sino más bien de una nostalgia que no regresaría a su vida. Conforme pasaron los minutos, me dijo:
“Nuestras familias fueron muy cercanas, tanto que nos consideramos primos. Nos veíamos casi diario pues estudiamos en la misma escuela, aunque no tuvimos las mismas clases. Lo bueno era sentir que tenías un compañero ahí, más que amigo. Dejamos de vernos casi 30 años. El reencuentro fue por la red social y no tardamos en agendar una comida en un restaurante cerca de su trabajo. Cuando nos vimos, fue como si el tiempo de ausencia no existió, como si nos hubiéramos visto ayer, sólo que ahora teníamos que ponernos al día en nuestras historias de vida.
Así fue, sin darnos cuenta, que agendamos una vez al año vernos para recordar y darnos esos consejos que sólo los amigos-hermanos pueden dar. Él llevaba muchos años separado de su esposa dentro de la misma casa para no “lastimar” a sus hijos con un divorcio mientras que yo era felizmente madre soltera. Dentro de los recuerdos nostálgicos él me hizo recordar que nos habíamos besado en nuestra adolescencia. Para mi sorpresa, no había sido una vez como yo creía sino dos veces, lo cual él tenía muy presente. El reclamo de ambos fue cuestionar por qué no habíamos tenido una relación, lo cual entendimos que para ese momento de nuestras vidas vivíamos a una hora de distancia, no había celulares, no se contaba con el dinero suficiente para la gasolina y los caminos de vida se distanciaron.
En el cuarto año de nuestro reencuentro, como efecto del tequila y la segunda botella de vino, nos atrevimos a darnos un beso. Si, sólo uno pues me sentía mal sabiéndolo casado aun cuando él continuaba diciendo que vivían divorciados bajo el mismo techo. Confieso que el siguiente año, me atreví a besarlo de nuevo justificando mi acto como un problema entre él y su esposa y no mío. Después de esa vez, dejamos de vernos otros cuatro años con casi nula comunicación, dos de ellos a causa de la pandemia.
Hace unos meses nos encontramos en un evento y lo único que pudo decirme en secreto fue que estaba divorciado y que me llamaría, lo cual hizo a la semana siguiente. Dijo que me invitaba a tomar unos tragos a su casa, cosa que me negué. Lo invité a la mía pues estaba sola ya que mis hijos habían salido a una fiesta. Cuestionó si no había problema con mis hijos, lo cual contesté que no pues que lo sabrían.
Sus dos botellas de vino sirvieron para ponernos al día después de tanto tiempo y hablar sobre su historia del divorcio reciente que finalmente se había logrado. Conforme fuimos hablando, de repente, de la nada, me dice: “pero, bríncame ¿no?”
Literal, no entendí qué quería decirme y bajo su insistencia de que le brincara y mi cuestionamiento a sus palabras, poco a poco me di cuenta que se refería a que quería que iniciara un acto sexual y que, por eso había insistido estar en su casa y le resultaba “penoso” (“vergonzoso”) que mis hijos supieran de su presencia en mi casa. Su respuesta tartamuda y nerviosa: “Pues nos besamos antes, ¿no? ¿Qué no ves que yo necesito alguien que me brinque después de tanto tiempo sin nada, en cuartos separados con la mamá de mis hijos? ¿Yo necesito hacerlo? Por eso, bríncame ¿no?”
Pedimos otro café pues las sílabas se alargaban y ahogaban con silencios largos. Esperaba que mi reacción inmediata de enojo no fuera visible. ¿Cómo una palabra podía violentar a alguien de esa manera? No dije nada y continué escuchando:
“Y pues, brinqué para atrás seguramente con una cara de susto como si viera una de las películas de horror que pasan seguido en la tele y le respondí que él tenía muchísimo dinero para ser el “sugar daddy” de una niña que le podía brincar las veces que quisiera. Su reclamo fue cuestionar entonces si me había besado con otros compañeros del colegio. Por suerte, en ese momento, llamaron mis hijos para anunciar que venían a casa, y él se despidió antes de que llegaran.
Me atrevo a contarle mi historia porque no puedo entender que una persona tan cercana, tu amigo, tu confidente, pueda creer que un beso de hace unos años sea la llave que le permita agredirte no sólo con la palabra “bríncame”, sino que también le permita cuestionar mi sexualidad. ¿Creer que me beso con todos los amigos que tengo? ¿Qué quiso decir con eso? A estas alturas, puedo besar a quien yo quiera sin tener que dar explicaciones.
Dígame si estoy mal por favor… lo que más me duele es re-conocer a mi “amigo-hermano” y reconocer que perdí a esa persona a la que yo quería tanto por la amistad y el cariño que nos teníamos.”
Vino un silencio largo y sólo le tomé la mano. Por mi parte, entendí su expresión de tristeza nostálgica. Pude decirle que en mi humilde opinión, el trato no había sido el correcto y que entendía porqué estaba lastimada; que el hablarlo y compartirlo, sería un acto de liberación y sanación. Espero que así sea.