Por. Gerardo Galarza
Son muchos los ámbitos y espacios donde aparecen los signos ominosos que anuncian el regreso al priato más rancio, a lo que en la década de los años 60 del siglo pasado se llamó la “dictablanda mexicana” y años más tarde fue definida como “la dictadura perfecta” por Mario Vargas Llosa.
Son tantos los frentes en donde hay que contener las embestidas que hay quienes, con buena fe, piensan y proclaman que los mexicanos deben hacer caso omiso a temas que son o parecen distractores impulsados por el oficialismo, pero sobre todo desde la tribuna presidencial, y concentrarse en lo que podría ser más importante.
No hay la mínima duda que la principal lucha de los demócratas es la defender el derecho al voto libre mediante una institución autónoma, surgida de las luchas ciudadanas, que hoy se llama Instituto Nacional Electoral (INE), y que ha demostrado -no hay ninguna prueba real ni legal de lo contrario- ser garante de la voluntad popular.
Sin embargo, hay signos y señales que muestran y demuestran los avances del retroceso (así) en favor de la restauración del absolutismo presidencial donde imperó -y ya se hace ahora- la palabra del titular del Poder Ejecutivo federal: dirigente máximo, único y omnipotente, dios.
Uno de ellos, de los más riesgosos para nuestra incipiente y endeble democracia, es la absoluta sumisión del Poder Legislativo, dominado por la mayoría del nuevo partido oficial, que cuenta con el apoyo de quienes dicen ser opositores.
Dos hechos importantes, aunque muchos no lo crean así, que ocurrieron la semana pasada muestran el nivel de esa rendición: la intervención presidencial para “frenar” la majadera iniciativa de reforma a la Ley sobre Delitos de Imprenta (de 1917), para actualizar las multas a quienes insulten al presidente de la República.
Esa iniciativa, presentada por la diputada Bennelly Jocabeth Hernández, fue turnada a la Comisión de Gobernación y Población, misma que elaboró un dictamen aprobado por el voto de la mayoría de sus miembros y que debería ser turnado al pleno de los Diputados para ser discutido y, de ser aprobado, enviado al Senado.
Esa iniciativa de la diputada zacatecana, detenida hace unos años en el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez en posesión de un millón de pesos en efectivo, cuya propiedad se atribuyó al hoy líder de Senado, Ricardo Monreal, estaba en un proceso legislativo como lo establecen las normas parlamentarias.
Pero entonces el señor presidente de la República dijo, el miércoles 15, que él vetaría esa ley en cuanto le llegara… porque no estaba de acuerdo con ella.
No pasaron horas, cuando los líderes morenistas de las Cámaras del Congreso de la Unión anunciaron que, por supuesto, tal dictamen no pasaría, vamos ni siquiera será discutido en el pleno diputadil, arrumbando todo proceso legislativo, porque lo dijo el presidente, el gran legislador.
¿Y la diputada que presentó su iniciativa, que por tan buen camino iba? No, no dijo nada. Tampoco los miembros de la comisión que ya la habían aprobado. Todos se sometieron, como antes.
Un ejemplo más de esa sumisión fue la abstención de los legisladores de la presunta oposición (PAN, PRI y PRD) al designar a los miembros del Comité Técnico le revisara a los candidatos a consejeros del INE. ¿A cambio de qué? Antes, los opositores, sabedores de que perderían la votación, votaban en contra y algunos hasta emitían votos particulares públicos para consignar su desacuerdo.
Por eso, los ciudadanos son el último dique ante la agresión gubernamental a la democracia. El próximo domingo 26 de febrero tendrán que demostrar su fuerza contra el Plan B de la reforma electoral. Ojalá lo consigan. Es decir, hay que ir a las marchas en defensa del INE.