Por. Boris Berenzon Gorn
“Todas las medidas emprendidas en nombre del «rescate de la
economía» se convierten, como tocadas por una varita mágica, en
medidas que sirven para enriquecer a los ricos y empobrecer
a los pobres.”
Zygmunt Bauman
Todos los días estamos expuestos a los anuncios que nos invitan a ahorrar, no sólo en lo relativo a la Afore o a cualquier otro sistema de pensiones—si es que se tiene—sino que se habla del ahorro del día a día, del mecanismo para hacer frente a las eventualidades y poder alcanzar objetivos específicos. Sin embargo, es complicado que los mexicanos estemos familiarizados con el ahorro y aunque como siempre hay honrosas excepciones, la mayoría de nosotros no hemos sido educados en temas de prevención financiera.
Pero vayamos por partes, pensar que el ahorro es un tema personal, que cada uno debería poder cambiar esta circunstancia y que “el pobre es pobre porque quiere”, es uno de los discursos más dañinos y a la vez más populares utilizados para justificar el dominio del capital, legitimar la desigualdad económica y social y la respectiva pobreza que desencadena. Para entender por qué nos cuesta tanto trabajo ahorrar tenemos que analizar históricamente cómo surgió nuestro país y cómo se ha configurado la vida social.
México se convirtió en lo que conocemos como resultado de largas luchas tanto por el territorio, como por el tipo de gobierno que se elegiría. Al estallar la independencia nuestro país buscaba autonomía financiera, no solo de la Corona española, sino también de otras potencias que trataron de invadirlo en sus primeros años de existencia como nación entre las que se cuentan Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Pero para entender los bríos independentistas, debemos recordar que los recursos del país fueron extraídos durante siglos de conquista, cuando México aún era la Nueva España y contaba con un territorio mucho más grande. Durante la Colonia se impuso un modelo administrativo cuyo principal objetivo era asegurar que la recaudación llegara a la metrópoli, porque incluso cuando se incentivó el desarrollo del territorio, una parte de lo producido siempre fue a parar a España a través de impuestos y aranceles.
La lucha por la Independencia fue quizá un poco menos fastuosa de lo que parece cada 15 y 16 de septiembre, justamente porque requirió de tiempo y tuvo subidas y bajadas. Aunque sabemos que se trata de un proceso, tenemos que entender que es todavía más largo que la década que pasó entre el famoso Grito de Dolores y la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México. Durante décadas, el descontento creció y comenzaron a surgir las llamadas “identidades criollas”, generaciones de españoles nacidos en Nueva España, que ni siquiera conocían la metrópoli y que no tenían los mismos privilegios que los peninsulares. Además de que las condiciones de los indígenas y mestizos eran paupérrimas, hubo también grupos interesados en transferir los viejos privilegios a nuevos actores, sin importar que el modelo de desigualdad estructural no se transformara.
Como era natural, al declararse la Independencia reinó la inestabilidad, pero sobre todo, la falta de recursos. Las guerras intestinas fueron la constante durante la mayor parte del Siglo XIX y la administración pública nada más administraba la pobreza; se carecía del control del territorio y no era posible garantizar bienestar ni seguridad a la población. La situación se transformó con la imposición del sistema dictatorial dirigido por Porfirio Díaz, quien se encargó de reestablecer el derecho internacional y activar la economía, pero a costa de la falta de libertades y del ensanchamiento de la brecha de la desigualdad económica.
Con la Revolución Mexicana volvió la inestabilidad y se hicieron patentes nuevamente las desigualdades, aunque no sólo en materia política, pues esta vez sí hubo un importante factor social y económico. La llegada del régimen autoritario que duró más de setenta años en el poder institucionalizó las demandas y estableció algunas mejoras por medio de programas sociales, al menos antes de la imposición del neoliberalismo. Sin embargo, tales mejoras no pudieron garantizar que la estructura se modificara a largo plazo, la pobreza se disparó y los grupos que acumulan capital son cada vez menos y tienen mayor poder económico.
Diversos estudios han demostrado que el problema de nuestro país no es la pobreza, sino la desigualdad. Es así porque contamos con recursos materiales y humanos suficientes, pero la riqueza no se distribuye de manera equitativa. Para que los programas sociales tengan efecto a largo plazo es preciso modificar las estructuras de poder que justifican y reproducen la desigualdad y que requieren tanto mecanismos jurídicos como educación, luchar contra la inseguridad y el crimen, la inserción de los trabajadores informales a esquemas dignos de seguridad social con salarios justos, equidad de género, la eliminación de los discursos y conductas racistas y clasistas, el análisis crítico de los modelos de consumo, la identificación y lucha contra el aspiracionismo, la inclusión de todas las personas y grupos, y en suma, una serie de medidas capaces de generar una ola expansiva de cambios a nivel estructural.
Pero es necesario que nos sensibilicemos a la realidad. Muchos mexicanos viven al día, en la pandemia por Covid-19 esto se hizo innegable. Las personas que tienen trabajos formales no siempre cuentan con un salario digno capaz de asegurar la manutención de sus familias y es común que trabaje más de una persona por familia, independientemente de si se tienen hijos o no, pero agreguemos, que si hay hijos el no poder estar con ellos también implica un gasto, por no mencionar las consecuencias emocionales. El salario promedio en el 2023 se ubica alrededor de los ocho mil pesos, hay quienes ganan un poco más y también quienes obtienen un poco menos. Esta cantidad no siempre es suficiente para satisfacer las necesidades primordiales, así que aunque se tenga la intención del ahorro, no siempre es una realidad.
Y por supuesto también hay un componente cultural. Se dice que en México podrá haber muchas necesidades y a pesar de eso el dinero siempre alcanzará para la fiesta y el alcohol. Desgraciadamente es cierto que las prioridades no siempre son razonables, pero antes de juzgar tenemos que entender que también hay razones. Nuestro país tiene una fascinación con la muerte, con el disfrute, con la fiesta, la parranda, la música. Sabemos enajenarnos en el momento, en el aquí y el ahora, aunque debemos volver a la vida de siempre, a lidiar con la desigualdad y la violencia, con las injusticias que inundan los diarios y las redes sociales. Disfrutar y compartir en nuestra escala de valores tiene un nivel superior a la prevención, porque, a fin de cuentas, ¿quién nos puede asegurar que llegaremos a mañana?
No es que esa perspectiva que compartimos con gran parte de Latinoamérica sea buena o mala, simplemente es. Necesitamos entender y aceptar lo que implica, porque de lo contrario no contaríamos con el panorama completo. Pero para impulsar el ahorro y la prevención financiera, debemos identificar posibles eventualidades y aprender a posponer la recompensa. ¿Qué pasaría si hoy se enfermara alguien de la familia?, ¿estaríamos preparados para hacer frente a la situación?, ¿hemos tenido la intención de cambiar algún mueble, remodelar, comprar un auto o ir de vacaciones, pero nunca hay dinero?, si nos despidieran del trabajo en este momento, ¿podríamos subsistir? Si al responder estas preguntas notamos que no estamos en condiciones de enfrentar las eventualidades o que no podemos alcanzar nuestros objetivos financieros, quizá es buen momento de recapacitar.
Si tenemos la intención de manejar una economía más saludable, podemos acceder a información, existen cursos en línea proporcionados por instituciones públicas y privadas con diversos niveles de complejidad que se adecuan a nuestras necesidades. Por supuesto, también se requiere de autocontrol y de realizar compras de manera crítica y consciente, así como de destinar presupuestos específicos para cada necesidad factual o potencial. Pero en cualquier caso, no debemos perder de vista que el ahorro familiar no transforma la situación económica a gran escala y que esto no podrá lograrse si no se emprenden medidas reales para la eliminación de la desigualdad.
Manchamanteles
Y tal vez nuestra obsesión con la muerte nos alerta a no abandonarnos a la muerte en vida. ¿Quién mejor que Sabines para representarlo?
QUÉ COSTUMBRE TAN SALVAJE
¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos! ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la faz de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.
Yo siempre estoy esperando que los muertos se levanten, que rompan el ataúd y digan alegremente: ¿por qué lloras?
Por eso me sobrecoge el entierro. Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonado, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales.
Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su muerte? ¿O por qué no quemarlo, o darlo a los animales, o tirarlo a un río?
Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir.
Narciso el obsceno
Se gastaba el tiempo mirándose al espejo.