Por. Gerardo Galarza
Quien lo quiera ver lo puede ver; quien no lo quiera ver, allá él. Lo que no se puede negar es que el barco del gobierno federal hace agua sin que su timonel y sus marineros hagan algo por tratar de evitarlo.
La descomposición política, económica y social del país es evidente. No es necesaria ninguna la denuncia. Los ciudadanos -todos, incluso los que apoyan al gobierno- lo viven todos los días en todos los ámbitos, así haya grandes esfuerzos por ocultarlo.
Los hechos muestran claro que el actual gobierno de la República ha concluido su etapa , y en su etapa de descomposición apuesta al espectáculo de su sucesión o a cualquier otro distractor público que se le presente como, por simple ejemplo entre muchos, el juicio de Genaro García Luna en Estados Unidos.
Ya no hay para más. Cuando mucho las inauguraciones que internarán ser faraónicas de una refinería obsoleta y un tren que poca utilidad tendrá en lo turístico y en lo económico.
Por ello, el gobierno de la República ha retomado su ataque frontal contra el Instituto Nacional Electoral (INE) y contra su presidente para tratar de controlar la elección presidencial del 2024 e imponer al sucesor de Andrés Manuel López Obrador.
Hace días, el presidente de México afirmó que el INE es una organismo que ha rellenado urnas en los procesos electorales para consumar fraudes e imponer a los triunfadores. Y ayer mismo llenó de calificativos insultantes a Lorenzo Córdova.
De ser verdad, sería muy benéfico para la salud política del país que el presidente aporte públicamente las pruebas de esos fraudes presuntamente cometidos por el INE, sobre todo las correspondientes a la elección de julio del 2018 cuando el candidato López Obrador resultó electo mediante, se creyó, el voto popular y fue reconocido por esa autoridad que promueve y comete fraudes en las elecciones, de acuerdo con su versión.
Si la palabra presidencial tiene la más mínima veracidad, el señor López Obrador tendría que reconocer que ocupa el más alto cargo de elección popular del país mediante fraude electoral en su elección en 2018: es decir, en su propias palabras, que es un presidente espurio. Lo dijo él.
Que sepa desde que existe el IFE/INE, institución lograda por las luchas ciudadanas, nadie ha podido evidenciar siquiera, ya no se diga probar, una alteración fraudulenta en los procesos electorales federales y estatales.
Sencillo: cualquier elección desde entonces y hasta ahora está controlada por los ciudadanos que participan en ellas como funcionarios de casilla y como votantes. Y eso es lo que el actual gobierno pretender destruir: la participación ciudadana en todo el proceso electoral; que el control lo tenga el gobierno como en los tiempos del priato absolutista (Manuel Bartlett, el hoy director de la CFE, la de la electricidad, y antes presidente de otra CFE, la electoral, podría dar testimonio de ello).
Y en medio de la batahola nacional, las afirmaciones del presidente de la República sobre los fraudes electorales y el relleno de urnas se han perdido. Deberían ser un escándalo en cualquier sentido: Si el INE hizo fraude es un escándalo; si hay una acusación sin ninguna prueba y por lo tanto falsa también debería ser un escándalo. Pero, hoy la palabra presidencial está más que devaluada: al parecer ya no tiene ningún valor, ni para bien ni para mal.
Partidos políticos, ciudadanos y hasta algunos gobiernos locales han interpuesto recursos en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) contra las reformas a la legislación electoral del llamado Plan B del gobierno federal para desmantelar al INE.
Ojalá la SCJN sea capaz de defender la Constitución y, por ende, la democracia.