jueves 21 noviembre, 2024
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BORIS BERENZON GORN COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«RIZANDO EL RIZO» Pasados que no mueren y futuros que ya se fueron

Por. Boris Berenzon Gorn

No perdamos nada de nuestro tiempo; quizá los hubo más

bellos, pero este es el nuestro 

Jean Paul Sartre

La concepción cíclica del tiempo es tan antigua como la humanidad. Quizá es así porque la vida en este mundo está marcada por la repetición, por la sucesión del día y de la noche, de las estaciones del año. Cada día el sol hace el mismo recorrido que el anterior y cada temporada de verano esperamos el calor del mundo para ir a la playa y descansar, o el frío del invierno para llenarlo de luces de colores y de bebidas calientes. Todas las personas hacemos el mismo recorrido, nacer, vivir, morir.

La visión cíclica del tiempo era fundamental para las sociedades agrícolas, en donde el progreso no era tan importante como la conservación, como la preservación de la vida y la repetición del binomio nacer-morir. Aunque a veces podríamos no estar tan conscientes, esa repetición cíclica marcada por el tiempo de la cosecha marcó un hito civilizatorio, nos convirtió en seres sedentarios de trabajo constante y culturas desarrolladas. En el calendario actual de occidente, basado en el calendario gregoriano, todavía pueden encontrarse las huellas de los momentos más importantes del ciclo agrícola, producto del sincretismo de las culturas paganas y el cristianismo.

Es baladí volver al origen pagano de los ritos asociados al fin de año, llámense estos Adviento, Janucá o Navidad. Pero no deja de ser interesante recordar que como humanidad seguimos planteándonos la necesidad de concluir ciclos, de darnos nuevas oportunidades para alcanza metas, para renacer reinventar reconstruir y trascender. La muerte, —esa que siguiendo a Valadés perenemente tiene permiso— tan segura para cada persona desde que nace, es una promesa que esperamos que llegue tardíamente, una vez que hemos sido capaces de desarrollar nuestros más profundos anhelos en esta tierra durante el tiempo que nos es dado.

El deseo, ese móvil freudiano que inspira a la perfección y al mismo tiempo, exige ser controlado a base de cultura—o civilización—se encuentra siempre incompleto y se manifiesta inalcanzable, apenas se vislumbra en medio de la vorágine de necesidades impuestas por la sociedad de consumo, se inclina condescendiente ante la moral pseudoliberal que caracteriza a la posmodernidad y que admite la diversidad sexual pero no ha podido deshacerse de la idea de la familia burguesa. El deseo crea nexos, vínculos, amistades, fraternidades, sororidades; pero al mismo tiempo nos asfixia avanzando siempre un escalón arriba del nuestro, obligándonos a subir.

Quizá por nostalgia regresa la idea de la evaluación metódica que nos legó el método científico: analizar probabilidades, proximidades, evidencias y cálculos con tal de vislumbrar qué es nuestra vida, qué hemos hecho con ella, de tomar un tiempo para agradecer y admitir logros, pero por desgracia, siempre empleamos un tiempo mucho más largo para reprocharnos por las metas que aún no hemos alcanzado, por lo que deseamos y se encuentra lejos, incluso por lo que sabemos que es imposible pero seguimos dispuestos a hacer realidad. La mejor receta para no avanzar nunca es medir siempre desde la falta, desde la ausencia, desde el camino por recorrer.

La autoimposición de una perfección inalcanzable genera la frustración impuesta por la modernidad, es su gasolina, lo que permite mantener la serie de ideales sobre lo que es el éxito y que van siempre por el camino del progreso hegeliano, leído mal unas veces y otras peor, que no nos permite comprender las condicionantes históricas que determinan nuestras acciones, nuestros descalabros, nuestras limitantes estructurales que van lo mismo ligadas a la biología que a la economía, a la política que a la experiencia estética.

Llega el final de un año que para la humanidad ha representado una reconstrucción tras la debacle. 2022 ha estado plagado de expectativas luego de las pérdidas que trajo una muy larga pandemia de la que a duras penas estamos saliendo, con altibajos, con desigualdades en la vacunación y el acceso a servicios de salud. La pandemia es un hecho histórico que puso en crisis al sistema y obligó a tomar lo mejor de él, pero que también visibilizó sus contradicciones: los rezagos en salud, educación y servicios básicos de las poblaciones que viven en marginación económica; la falta de preparación internacional para enfrentar una amenaza global en igualdad de condiciones; la inadecuada relación entre el trabajo y la dignidad del trabajador; entre la información, la democracia y los intereses políticos; la relación caótica de la humanidad con los ecosistemas y que es resultado de una producción descontrolada e inconsciente. 

En medio de la lista de retos, que bien podría ser interminable, también ha habido señales positivas para el futuro de la humanidad. La ciencia es un factor básico y debe ser promovida y financiada en igualdad de condiciones; el sector salud merece crecer y protegerse tanto en los sectores públicos como privados; la educación juega un factor primordial en el desarrollo de las sociedades y debe estar basada en el desarrollo del pensamiento crítico y las habilidades necesarias para acceder a la información y seleccionarla correctamente, mucho más que en la memorización o la repetición de esquemas obsoletos. La democracia requiere la vigilancia de los recursos públicos y el escrutinio ciudadano hoy más que nunca, pues la corrupción no descansa ni en tiempos de crisis.

Pero, además, el mundo digital se está convirtiendo en un espacio de interacción social que no sólo es simultáneo al mundo analógico, sino que lo continúa e interactúa dialécticamente con él, generando nuevas prácticas, relaciones sociales, códigos comunicativos, esquemas legales, todo seguido de un largo etcétera. El mundo digital dejó de ser una herramienta para convertirse en parte sustancial de la vida, acceder a él se ha convertido en un derecho y acabar con la brecha digital es un problema urgente. Gracias al mundo digital, enfrentar la crisis fue más sencillo y es un hecho que quienes tienen acceso a él cuentan con oportunidades que deben estar garantizadas para todas las personas.

La humanidad debe haber aprendido lecciones de la crisis sanitaria y quizá la más importante sea aceptar que no estábamos preparados, que las acciones gubernamentales fueron desiguales a nivel internacional y que no podemos seguir pensando nacionalmente, pues la globalidad atraviesa todas las esferas de la vida, por lo que es necesario repensar los alcances del derecho internacional, la creación de tribunales internacionales y de regulaciones que vayan mucho más allá del intercambio de bienes y servicios. El contacto cultural es imparable y los derechos humanos deben estar garantizados en cada rincón del mundo.

Llega el 2023 y esperamos que sobrevengan transformaciones, de preferencia positivas. A nivel individual, el año conduce a plantearnos nuevas metas y a renovar nuestras relaciones con los demás y con nosotros mismos. A nivel colectivo, no sólo debemos pensar en los cambios y cortes instantáneos, sino examinar aquello que impone continuidad, los grandes procesos que requieren de tiempo. 

Sea como fuere, querida lectora, querido lector, le extiendo mis mejores deseos para los presentes efímeros, los pasados que se niegan a partir y los futuros imaginarios y reales, agradeciéndole cada minuto de su tiempo compartido conmigo rizando el rizo. 

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

Porque la ocasión lo amerita, a continuación, un fragmento de Navidad en las montañas de Ignacio Manuel Altamirano:

[…] La casa del alcalde era amplia, hermosa e indicaba el bienestar de su dueño. En el patio, rodeado de rústicos corredores, y plantado de castaños y nogales, se habían extendido numerosas esteras. Para los ancianos y enfermos se había reservado el lugar que estaba al abrigo del frío, y para los demás se había destinado la parte despejada del patio, en el centro del cual ardía una hermosa hoguera. Allí la gente robusta de la montaña podía cenar alegremente, teniendo por toldo el bellísimo cielo de invierno, que ostentaba a la sazón, en su fondo obscuro y sereno, su ejército infinito de estrellas.

La casa estaba coquetamente decorada con el adorno propio del día. El heno colgaba de los árboles, entonces despojados de hojas, se enredaba en las columnas de madera de los corredores, formaba cortinas en las puertas, se tendía como alfombra en el patio, y cubría casi enteramente las rústicas mesas. Tal adorno es el favorito en estas fiestas del invierno en todas partes.

Parece que la poética imaginación popular lo escoge de preferencia en semejantes días para representar con él las últimas pompas de la vegetación. El heno representa la vejez del año, como las rosas representan su juventud. El alcalde, honrado y buen anciano, padre de una numerosa familia, labrador acomodado del pueblo, presidía la cena, como un patriarca de los antiguos tiempos. Junto a él nos sentábamos nosotros, es decir, el cura, el maestro de escuela y yo.

La cena fue abundante y sana. Algunos pescados, algunos pavos, la tradicional ensalada de frutas, a las que da color el rojo betabel, algunos dulces, un puding hecho con harina de trigo, de maíz y pasas, y todo acompañado con el famoso y blanco pan del pueblo, he ahí lo que constituyó ese banquete, tan variado en otras partes. Se repartió algún vino; los pastores tomaron una copa de aguardiente a la salud del alcalde y del cura, y a mí me obsequiaron con una botella de Jerez seco, muy regular para aquellos rumbos. […]

Narciso el obsceno

Se tomó su tiempo para descansar y les pidió a sus lectores que no contarán con él sino hasta el mes de enero del año 2023.

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