jueves 21 noviembre, 2024
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«POLÍTICA DE LO COTIDIANO» Mujeres patriarcales

Por. Adriana Segovia

Para Doris y su liderazgo respetuoso

Desde que me inicié en los temas de violencia, en 1996 con el equipo CAVIDA-ILEF, primero la violencia familiar, debido a mi formación sistémica como terapeuta, y luego todas las que se fueron intersectando a ésta, fenomenológica y conceptualmente: la violencia hacia las mujeres, la violencia de género, la violencia política, la violencia que desplaza a personas, el acoso sexual, el acoso laboral, y muchas otras formas y grados de las violencias, fui teniendo la convicción de que todas las violencias están conectadas. En el sentido que cualquiera que sea la que nos toque atender a nivel clínico, es seguro que tendrá relación con la historia intergeneracional, probablemente con otras situaciones actuales de violencia (trabajo, familia extensa) y sin duda también atravesada por el contexto social y político. Se conectan por su normalización, por la indefensión aprendida (aprender a que no se puede hacer nada) o por la repetición como forma de “defensa” (solo sé joder o que me jodan, prefiero joder, no conozco otras vías).

Esta convicción es importante porque se entiende la necesidad histórica de visibilizar la violencia de género (que no solo es violencia hacia las mujeres, aunque suele confundirse), debido a la necesidad de señalar primero, que derivado de una cultura patriarcal dominante por siglos, las mujeres (así en general, como sujeto político) han sido subordinadas u oprimidas como apéndices de un hombre, o de los hombres, o como inferiores a éstos. Y es solo a partir de las luchas feministas que se denuncia esa desigualdad histórica que además es condición para la violencia de género. Es decir, para mantener ese sometimiento se requiere toda una cultura que justifique sutil o burdamente la inferioridad femenina, y que cuando este sometimiento no es suficiente, muchos hombres recurren a la violencia física y/o emocional para mantener el sometimiento. 

Esto también aplica, socialmente, en lugares donde la ley escrita es difícilmente aplicable, y predomina el poder de facto del crimen organizado. La cultura patriarcal que domina en ese sistema valida que las mujeres de una comunidad son propiedad de los hombres del crimen, y en tales circunstancias se justifica “tomar”, “robar”, “poseer” y “someter” a las mujeres.

Por esa razón, cuando nos toca hablar de violencia de género en cursos o conferencias, como componente central de la violencia familiar, casi nunca falta el comentario “pero las mujeres también son violentas”. Yo creo que mis colegas y yo contestamos diversos argumentos que van en el sentido de no negar que hay mujeres que ejercen violencia, sin embargo, es una necesidad política, ética y terapéutica visibilizar el predominio del machismo y la cultura patriarcal, así como el predominio de las violencias de género que van de las violencias físicas y emocionales en la familia, hasta los feminicidios. Y que, si dejamos de ver ese marco y anulamos la importancia numérica y cultural de la desigualdad y sometimiento de las mujeres, dejamos de atender un problema social para perdernos en casos que no requieren de un foco tan especial, socialmente, para ser atendidos (terapéutica o legalmente). Esta diferencia y su importancia política, sigue siendo vigente.

Esta convicción y necesidad política puede llegar a borrar los casos menos frecuentes y particulares de la violencia que ejercen ciertas mujeres. Puede incluso a veces llegar a negar o ver o resaltar que una mujer pueda ejercer violencia, o no saber exactamente cómo abordarla, legal, terapéutica o políticamente. La violencia que ejercen mujeres, ¿es violencia de género?, por ejemplo. Creo que esta vuelta al tema ha sido un costo necesario. 

A nivel caso por caso, de los casos clínicos, individuales, en pareja o familia, si bien siempre señalamos las desigualdades estructurales de género, o generación, o alguna otra vulnerabilidad, también señalamos a la violencia como decisión absoluta de quien decide ejercerla (sin importar su género). En este recorte de interacción por interacción, no a lugar a la idea de “provocación”, aun si me siento provocado o provocada, siempre es mi decisión qué hacer con mi enojo o mi frustración; la violencia vista así, nunca está justificada.

Sin embargo, me parece que va siendo hora de poner algo de foco en la violencia que ejercen ciertas mujeres, especialmente en los ámbitos laborales. Porque a partir del movimiento #MeToo y las políticas derivadas de convenciones internacionales, más las leyes nacionales que provienen de las anteriores, que aterrizan finalmente en protocolos de atención a la violencia de género en instituciones públicas y privadas, en ciertos ámbitos se ha logrado visibilizar la violencia de género y más incipientemente promover la cultura de la denuncia. Pero, en mi experiencia, el foco en la violencia de género a veces deja sin relacionar las otras violencias. Es decir, se difunde en algunas instituciones qué es la violencia de género y cómo denunciarla o recibir orientación o apoyo psicológico, pero cuando alguien menciona las conductas de una jefa déspota, maltratadora, burlona, gritona, descalificadora, que utiliza gritos, manotazos, amenazas u otro tipo de coerciones, quienes han sido incluso capacitadas o capacitados para orientar sobre la violencia de género, no saben muy bien qué decir porque la ejerce una mujer (jefa) sobre un hombre (subordinado), o porque la ejerce hacia otra mujer, pero no tiene un componente de género, o porque la ejerce un jefe hombre contra subordinados hombres o mujeres, pero no tiene un componente de género.

Y es que me parece que como ha sido tan importante “recortar” la violencia de género para visibilizarla, el recorte ha dejado de lado a veces cómo está conectada con una violencia mayor y estructural. Esto no significa que exista una violencia de género y “la otra”, sino que la violencia de género es una de las manifestaciones más importantes de la desigualdad genérica o desigualdad de poder en una organización jerarquizada, como la mayor parte de las instituciones, pero no es la única. Esa “otra” violencia de hecho está contenida en la Ley Federal del Trabajo (dese luego contempla la discriminación, violencia y acoso sexual -artículo 132-) pero también sobre la violencia laboral en general, más recientemente nombrada en un paquete de reformas (marzo, 2022), que buscan erradicarla. Pero de forma más genérica ha existido en los códigos de ética de muchas instituciones, previas incluso a los protocolos por violencia de género.

La violencia laboral, ejercida principalmente por quien tiene una posición de poder (aunque sea a nivel un ladrillo) ha sido una de las que ha quedado más invisibilizadas, sobre todo por su normalización: “así hablan los jefes, acostúmbrate”; “cómo crees que vas a denunciar, si esa mujer está muy bien parada”, “uy, a ella no le puedes decir nada porque se enoja”, “me aguanto porque qué voy a hacer, no puedo perder mi trabajo, de él depende mi familia”; “obvio que un jefe o jefa tiene derecho a regañarte”, etc. Afirmaciones como las anteriores han ido interiorizando en cada trabajadora o trabajador que el maltrato sea absolutamente normalizado como parte de ser jefa o jefe. Sin embargo, he empezado a notar que la visibilización de la violencia de género en el ámbito laboral, también empieza a des-normalizar cualquier maltrato, sin importar la condición de género.

En algún momento el movimiento feminista consideró que cuando las mujeres llegaran al poder, éste sería ejercido de otra forma, de una forma no patriarcal. Yo creo que hay ciertas experiencias de mujeres que sí han marcado alguna diferencia para que el ejercicio de poder no conlleve maltrato, aunque conlleve, autoridad y jerarquía; el respeto no está peleado con el buen liderazgo, al contrario, los jefes y las jefas que inspiran respeto por su asertividad, buen trato, inteligencia racional y emocional, e incluso pueden reconocer errores y disculparse, reciben afecto y su ejemplo es enseñanza para otras y otros a un nivel muy integral. Generan un ambiente agradable y motivante.

Desafortunadamente, muchas mujeres que han llegado a lugares de poder, menor o mayor, no han encontrado formas de ejercer autoridad más que imponiendo miedo y nunca respeto. Son mujeres patriarcales; no tienen convicciones de igualdad sino de sometimiento. Siguen en el esquema machista que solo distingue dos lugares: el que jode o el jodido. No se han propuesto ejercer otra forma de poder. Algunas hasta creen que son “queridas” (a muchos hombres jefes déspotas esto ni siquiera les importa), pero no logran distinguir entre afecto y adulación (o de plano, miedo). Claro, es cierto que ser mujer no implica una “esencia” diferente, solo una construcción social, cruzada por múltiples intersecciones que configuran una posición con o sin conciencia de la desigualdad, con o sin empatía, con o sin prácticas basadas en la ética. 

Tengo esperanza de que se empiece a dejar de normalizar la violencia de las y los jefes, culturalmente; que también se desarrolle una cultura de la denuncia que simbolice que no pueden ser impunes los comportamientos violentos en ningún espacio, y que se desarrollen modelos de liderazgo respetuoso, empático y humilde, ejercido por hombres y mujeres.

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