jueves 21 noviembre, 2024
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BORIS BERENZON GORN COLUMNAS COLUMNA INVITADA

«RIZANDO EL RIZO» Narratividad, imagen y espacio: comunicación en el siglo XXI

Por. Boris Berenzon Gorn

“La función capital de la cultura, su verdadera

razón de ser, es defendernos contra la

naturaleza.”

Sigmund Freud

 

Durante el siglo XIX, la palabra escrita alcanzó la cúspide de la “iluminación” siendo vista por sus coetáneos como el mejor medio para acceder al conocimiento. Como resultado de un proceso que se fue gestando al menos desde el humanismo, la palabra escrita y la abstracción desplazaron a la imagen y el sonido. La oralidad adquirió un estatus de segunda en lo que se refiere al conocimiento, siempre a merced de los registros escritos, mientras que la imagen adquirió valor desde la experiencia estética, pero decreció a nivel testimonial. Sin embargo, con el surgimiento de los medios de comunicación de masas en el siglo XX, la comunicación experimentó una vuelta de tuerca devolviéndole valor a la oralidad y a la imagen que predominan como elementos de significación en el universo digital del siglo XXI.

Austrian postage stamp: Sigmund Freud, Austrian neurologist (1856–1939), founder of Psychoanalysis.

Por mucho tiempo se afirmó que las memorias, cartas, diarios y otros documentos, eran fuentes de primera mano que mostraban el pasado y los acontecimientos tal y como ocurrieron. Es una premisa del positivismo que, por supuesto, está cimentada en una idea cartesiana e ilustrada de la realidad y que diversas escuelas teóricas pusieron en crisis desde fines del siglo XX hasta llegar a lo que hoy llamamos posmodernismo, mismo que se refleja en diversos productos culturales que van desde el teatro posdramático hasta la literatura digital. La idea de una única verdad correspondiente atraviesa una inminente crisis. Hoy es difícil que alguien sostenga que no se requiere de una hermenéutica para desafiar cualquier tipo de discurso, incluso aquellos que refieren los acontecimientos vividos por quienes los narran. La única manera de aproximarnos al relato es mediante la subjetividad, lo que no significa que sea imposible construir verdades, sino que estas son históricas y socialmente aceptadas, no absolutas.

Del mismo modo, relatarnos desde la ficción es el supuesto de todo discurso. La ficción es el único medio con que contamos para entender la realidad, para representarla. Desde una perspectiva estrictamente artística, esta representación ni siquiera tiene la obligación de parecerse a lo real, sino que, con el fin de comunicar la emocionalidad, puede ser transformada y convertida en metáfora tantas veces como sea necesario. Podemos doblar el discurso sobre sí mismo una y otra vez, hasta que incluso las palabras se subordinen a las acciones. Para pensar el mundo tenemos imágenes, que son mucho más que fragmentos visuales: incluyen a todos nuestros sentidos, y son también los fragmentos que ordenamos de acuerdo con esquemas de lo que hemos aceptado por convención, lo que es lógico en una época dada. Recalquemos que ese orden es histórico, susceptible de mutación y, por lo tanto, corresponde con la imaginación. Es cierto, las referencias siempre provienen de procesos de asimilación del entorno, que además corresponden a las monturas sociales del tiempo. En ese sentido, siempre estamos narrando desde la imaginación.

No todo tiene un trasfondo lógico y ordenado, no todo es racional y mucho menos causal. La complejidad de la existencia que oscila entre el yo racional y el inconsciente, se refleja en el discurso todo el día, todos los días, y proporciona una enorme cantidad de información sobre la personalidad. Los sueños, los lapsus y los chistes, hablan también y construyen lo que somos. Al mismo tiempo, la importancia del espacio es innegable y es verdad que puede generar una historia, pero siempre en relación con los personajes que creamos. En el mundo sensible, difícilmente podemos comprender la acción humana sin la creación de modelos que expliquen el carácter complejo e inaccesible del otro, es la tensión que ofrece el contexto lo que permite las posibilidades de construcción del relato. Hay un espacio simbólico que cambia en función de nuestras narratividades, nos traslada a lugares completamente diferentes empleando la palabra e inventando a su vez relatos distintos.

La relación del personaje con el espacio, en definitiva, da pie a la acción ya sea en el mundo digital, en la vida cotidiana, en el cine, la televisión, la historia o la literatura, pues explota todas las dimensiones del contexto cuyas representaciones son infinitas. Un cuarto oscuro puede ser un millón de lugares, e incluso de no lugares, pensando en los imaginarios que los seres humanos somos capaces de construir y representar mediante la palabra, pero que no necesariamente existen en el espacio tangible, “real”. Las posibilidades se extienden más allá del espacio fáctico. Pensando en las humanidades y las artes, la alegoría es una transición simbólica que no depende solo de la palabra, por lo que el espacio constituye un ejemplo inigualable de hasta qué punto se puede explotar lo alegórico.

La alegoría simboliza, atrae, incluso es capaz de construir lo inexistente. En su justa medida, juega con lo inconmensurable e ilimitado, y en ese sentido, más que una restricción plantea un número de posibilidades infinitas. El manejo creativo del espacio y del tiempo en su conjunto, puede dotar a un relato universal (como las obras clásicas) de significados que se extienden más allá del lenguaje, que lo adaptan y lo convierten en un valor de referencia atemporal. Así lo vemos en las narrativas que nos atraviesan tanto en la ficción como en nuestro frágil encuentro con el mundo que consideramos real. Entendemos el entorno jugando con los significados, inventando metáforas, refranes, chistes, cambiando el sentido del discurso para narrar todo lo que escapa a las palabras, para sugerir lo que entendemos, pero no sabemos bien cómo decir. 

En este juego comunicativo que se reproduce en los encuentros sociales de la red, nos encontramos con un retorno de las viejas costumbres. Vuelve la comunicación oral, pues la capacidad de preservarla mediante video o audio ha reforzado su valor, recalcando su contexto e intención. También la imagen ha recobrado un valor inusitado, si el arte decimonónico pensaba en la pintura como una evocación de la naturaleza, la fotografía y el video en el siglo XXI aspiran a su reproducción exacta, aunque como sabemos, es un objetivo inalcanzable. La interpretación corta la realidad en el enfoque de una lente al igual que como lo hizo de antaño con el pincel y el óleo, pero la urgencia de contar con representaciones de la realidad precisas y accesibles está en la base de nuestra comunicación actual.

Un problema similar atraviesa el boom del scrolling: el contenido fugaz solo se justifica como las piezas de un rompecabezas gigante que pretende dar un toque de realidad, de lo tangible. La brevedad y superficialidad del contenido con el que hoy conocemos el entorno tiene sentido solo en un mundo donde las narratividades se han trastocado, donde la imagen se pone en un pedestal como alguna vez se hizo con la palabra escrita, donde se le significa como verdad absoluta y se le separa de quien la originó. En este contexto vale la pena preguntarnos, ¿la cantidad afecta la calidad del conocimiento? De momento nuestras respuestas se reducen a permanecer a la expectativa. 

Ilustración. Diana Olvera

Manchamanteles 

La locura bien podría ser la negación de uno mismo, de una parte, de nuestra irracionalidad, esa que nos permite entender el mundo. Franz Kafka escribió un microrrelato sobre el Quijote: 

LA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de Don Quijote, que éste se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie.

Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a Don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

Narciso el obsceno

A Narciso no le gustaba el Cogito ergo sum cartesiano, el suyo era un ego sum, ergo sum.

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