Por. Gerardo Galarza
Los hechos -la terca realidad- han demostrado el fracaso de los partidos políticos en México, incluido el que está ahora en el gobierno, que es un simple porrista del presidente en turno, como antes lo fueron los otros partidos que llegaron al máximo poder.
Hoy y desde ya hace algunos años los partidos políticos mexicanos (también ocurre en otras partes del mundo) se han transformado en simples logotipos para ser marcados por los votantes, ya sea por el candidato que dicen postular, por simple costumbre o por resentimiento o cualquier otra emoción que nada tiene que ver con los proyectos políticos que deberían llevar a emitir un voto.
Es justo decir también que la mayoría de los mexicanos cree, desde tiempos ancestrales, en un tlatoani, virrey, emperador, caudillo, cacique, jefe máximo o presidente de la República (también gobernador o presidente municipal) que le venga a resolver todos los problemas públicos y también los personales.
Por eso el éxito y la popularidad de los programas gubernamentales que regalan dinero público. La receta es sencilla y funciona frente a una electorado acrítico, comodino, individualista y, sobre todo, resentido socialmente.
Quienes tenemos más de 50 años nos tragamos la creencia de que los partidos políticos representaban ideales, formas de concebir un mundo más justo a través de los gobiernos de ellos surgidos, doctrinas ideológicas (de izquierda o de derecha, en fin) que tenían el objetivo de conseguir el poder para implementarlas, lo que impactará en el nivel de vida de los ciudadanos.
A mediados de los años 80 del siglo pasado, tanto en la izquierda como en la derecha, la doctrina ideológica cedió al pragmatismo de la necesidad de llegar al poder. Doctrinarios contra pragmáticos, se definió, por ejemplo, en el Partido Acción Nacional (PAN) a la lucha entre quienes defendían sus creencias políticas y quienes tenían urgencia por llegar al poder. Es innegable que Vicente Fox ganó las elecciones presidenciales para echar al PRI de los Pinos. Y la izquierda igual: su único real partido, el PMS, cedió ante el pragmatismo que significó el PRD, tan insuficiente que hubo necesidad de Morena.
En ambos casos, los pragmáticos ganaron. Y, con ello, la doctrina se arrumbó.
En los años 70 y 80 del siglo pasado no se habría podido imaginar siquiera una alianza entre PAN-PRD y PRI para contender en una elección presidencial como se planeó para el 2024 y que ahora está en suspenso. Alianza contra natura, se diría entonces.
Esta presunta alianza está basada en el pragmatismo de derrotar al Morena en las elecciones presidenciales. No es poca cosa, ni necesita justificación alguna.
Pero, hoy está en suspenso. Un decisión personal del líder nominal del PRI, acosado por presuntos actos de corrupción y las amenazas consecuentes, la han descarrilado aún antes de caminar.
Por si, la alianza es poco atractiva para los electores, quienes fieles a su tradición buscan a un nuevo iluminado, que los libre del anterior al que entronizaron. Lo que quieren saber es quién será el candidato. Y a eso quiere jugar la oposición.
No es fácil, pero si tal vez pensaran, también pragmáticamente, en un programa de gobierno a cumplir en el próximo sexenio, no con promesas sino con compromisos de por lo menos revertir lo que se ha hecho mal en los cuatro años recientes. Tal vez. Los mexicanos ya sabemos que no es suficiente con sacar el PRI de Los Pinos ni tampoco lo será sacar a Morena del Palacio Virreinal.
Hay quienes piensan que la solución parte de lo local, de la cuadra, de la colonia, del municipio y así escalar al distrito electoral, al estado, al país. Queda muy poco tiempo y falta mucha imaginación.