Por. Bárbara Lejtik
No sé si sea una propia percepción o ustedes también sienten que los eventos violentos nunca vienen solos.
Es como si cada que hay una desgracia por violencia, algún multihomicidio, alguna balacera entre bandas del crimen organizado o un crimen que se vuelva demasiado mediático, la gente se da licencia y se van como cadena con un sin fin de actos vandálicos.
Veo las noticias y no hemos acabado de digerir el impacto del último ajuste de cuentas entre grupos de narcotraficantes con un saldo de muertos, heridos y sangre, para que casi de forma sistemática los noticiarios se acaben de llenar con noticias como asaltos a mano armada en microbuses, pleitos callejeros, asaltos a tiendas de autoservicio o restaurantes, crímenes pasionales.
¿Será que la violencia es de alguna forma contagiosa? Además de hereditaria y congénita.
Porque la sociedad, al menos la mexicana, es experta en culpar a los otros de lo que sucede, incluso en los crímenes más aberrantes señalamos a la propia víctima como culpable:
Ellos se lo buscaron por andar con el dinero de su quincena en transporte público. Eso le pasa por andar sola en la noche. La violaron porque parece que eso andaba buscando con su vestimenta. Es mentira que la mataron en los separos, ella se suicidó con sus propios calzones. Es falso que sus vecinos la quemaron viva. Ella se bañó en gasolina y se prendió un cerillo para autoinmolarse. La madre de una bebé violada, violentada y asesinada por su concubino tuvo la culpa por haber sido madre a los 19 años y tener una relación con alguien que, estoy segura no se presentó en su vida como un psicopata asesino.
Ahora resulta que la exigencia de transparencia y justicia por el asesinato de 43 estudiantes normalistas de una escuela rural es una cortina de humo para desviar la atención de los asuntos verdaderamente importantes.
Vivimos todavía en una constante cacería de brujas en la que la plaza se llena de buenas conciencia aplaudiendo el castigo público.
¿Estamos acostumbrados a la maldad?
Buscamos estrategias para combatirla o únicamente la padecemos y nos justificamos con ésta.
La verdad es que este tema no tiene origen ni fin.
Desde que existimos en la faz de la Tierra, el odio nos ha movido en todas las direcciones y ha sido el principal artífice de todas las facetas de la historia, disfrazado de nacionalismo, de miedo, de defensa de los valores, de amor a una religión; el odio nos ha hecho y deshecho. Lo que nos sobran son justificaciones y pretextos para sentirnos con la capacidad moral de decidir quién merece y quién no. El odio entre los seres humanos se dispara de manera lineal, ascendente y descendente, racional o inconsciente, heredado y adquirido.
Son innumerables los especialistas, científicos, pensadores, líderes religiosos, representantes de ideologías, civiles de a pie, que han dedicado su vida estudiando el posible origen de la maldad y cuando parece que hemos llegado a una posible respuesta aparecen nuevas aristas.
No siempre obedece a una infancia sumergida en la violencia o a algún tipo de trauma familiar o social, es muy difícil prevenir una futura conducta violenta por parte de una persona, mucho menos en un niño y resultaría discriminatorio aislarlo por suposiciones preconcebidas.
¿Entonces, seguirá siendo el odio una parte inseparable en la historia de la humanidad?
Seguiremos evolucionando y descubriendo nuevas formas de curar enfermedades y también de ocasionarlas, nuevas leyes para respetarnos o más bien para tolerarnos aunque este discurso de igualdad sea sólo de dientes para afuera.
No lo sé, me resulta desolador pensar en que la calle no sea nunca un lugar seguro, tampoco las casas ni las escuelas, en que todo el mundo sea culpable aunque demuestre lo contrario, que la consigna de “Piensa mal y acertarás” que me decía mi papá de joven sea el criterio más seguro de protección.