Por. Marissa Rivera
La reciente ola de contagios de Covid-19 era inevitable.
Lo sabíamos y lo ignoramos, auspiciados por las disposiciones estatales y federales de retirar la obligatoriedad de uso del cubrebocas.
Nos relajamos tanto que una vez más olvidamos que nadie nos va a cuidar si no nos cuidamos nosotros.
El gobierno está en lo suyo, promover y estimular la actividad económica que junto con la inseguridad son sus principales rémoras.
Por eso, se acabó la nueva normalidad que inició el segundo trimestre del 2020, que modificó nuestras vidas y nos condenó al encierro, que tantas secuelas nos ha traído.
La vida volvió a comenzar, se abrieron todos los espacios concurridos, regresaron las anheladas fiestas, los encuentros con amigos, los eventos masivos y el condenado descuido.
Porque, una vez más, como al inicio, confiamos en los demás y los demás confiaron en nosotros.
Llegamos a un lugar fiable y nos quitamos el cubrebocas, sin si quiera sospechar que, una vez más, estábamos expuestos al contagio.
O como el caso de Alexis de nueve años de edad que se fue de campamento dos días con sus compañeros de escuela.
El niño regresó cansado, era lógico, jugó y tuvo muchas actividades. Lo que no era lógico fue su cansancio permanente.
Un cuerpo que no tenía la fuerza más que para estar acostado, sorprendente para un niño que no se le acaban las pilas, que solo quiere jugar y que es capaz de cansar a los padres.
Al tercer día comenzó la tos, luego la temperatura y después el pronóstico: positivo a Covid-19.
Y enseguida la cadena, papá, mamá, tía, abuelos, los cinco positivos.
Por fortuna para todos, ya vacunados, menos el niño, el impacto del virus fue potente pero ligero, en cuatro días pasaron los malestares y arriba todos.
Ayer, fueron 23 mil 148 contagios. Muy cercano al segundo pico más alto que fue el 18 de agosto de 2021 con 28 mil 953. Y ojalá, lejano a los 60 mil 552 contagios del 19 de enero de 2022.
Siempre he cuestionado la fallida estrategia federal para enfrentar la pandemia.
Y también, siempre he sostenido que a ellos no les importa nuestra salud, pero nosotros también tenemos que hacer lo que nos corresponde.
Han dicho y han hecho tantas torpezas que ahí están para el anecdotario.
El tema nuevamente está en nuestras manos.
No les hicimos caso cuando dijeron que el cubrebocas no servía. Menos caso debemos hacerles cuando nos sugieren que ya no es necesario usarlo.
Por fortuna, las vacunas han hecho los suyo y quienes nos las hemos puesto tenemos cierta protección.
Los decesos son menores, pero eso no es ninguna garantía para descuidarnos.
Muchos amigos, familiares y conocidos que estuvieron invictos del bicho durante dos años, ya sintieron el desgaste y los males que provoca.
Sabíamos que todos nos íbamos a contagiar, pero no que todos lo íbamos a superar y menos sabemos las secuelas que nos dejará la enfermedad, que no es una gripita.
Pronto se cumplirán dos años en los que dos amados familiares, muy cercanos, tristemente perdieron la batalla, esa batalla con la que no han podido 325 mil 669 personas (oficial).
Con mayor razón no es momento de pensar que somos invencibles y que a nosotros no nos va a pasar.
Frente a esta nueva ola es momento de volver a conjugar el verbo cuidar.