Por. Citlalli Berruecos
Nos quedamos solos sentados en el sillón. Se acercó a mi, me abrazó y con su mano y mucha ternura, hizo que girara mi cabeza hacia él y me besó, apenas tocando mis labios. Ante mi cara de sorpresa, me dijo: “no te preocupes corazón, no pasa nada, sólo deja que sea yo quien te enseñe qué es el amor, lo bello qué es, sólo será nuestra historia, de nadie más, déjame cuidarte…” y de la nada, sentí su boca abrirse en la mía. No sabía qué hacer. Mi cuerpo entero temblaba, me gustaba mucho y al mismo tiempo sentía que eso no estaba bien. Se levantó del sillón y unos minutos después llegó su esposa. Actuamos como si nada hubiera pasado, pero mis emociones estaban al tope porque un hombre como él, me quería y estaba dispuesto a enseñarme la vida.
Su esposa y él eran mejores amigos de mi padre y mi madre. Era costumbre que las familias comiéramos cada fin de semana en cualquiera de las casas. Él se encargaba en buscar la manera de hacerme llegar escritos suyos y verme sin que nadie lo supiera, como, por ejemplo, acompañarlo a hacer la compra de algo que faltaba para la carne asada y en el camino, tocarme. Las pocas veces que podíamos estar solos, me besaba y poco a poco, sus manos electrizantes recorrían partes de mi cuerpo.
No le contaba nada a mis amigas en la escuela. ¿Qué iban a saber ellas del amor cuando teníamos sólo 14 años? Yo, mientras tanto, tenía la fortuna de aprender con alguien en quien confiaba. Ellas no iban a entender nunca que él fuera quince años mayor que yo, casado y con hijos.
Una tarde, después de la gran comilona, en esas sobremesas eternas, su esposa mencionó que en unas semanas se irían a vivir a otro Estado, pues él había conseguido una muy buena promoción en su trabajo. Me levanté de inmediato para ir al baño, tenía que contener mi enojo-sorpresa-lágrimas, no sabía qué hacer… ¿por qué no me lo había contado antes?
Tuve que esperar unos días para que me llegara una carta suya en la que de nuevo me decía que no habría problema, él tendría que venir a la capital y estaríamos juntos. Pasaron varios meses y lo único que sabía de él era lo que llegaban a mencionar mis padres cuando hablaban por teléfono con su esposa. Las llamadas eran cortas porque las largas distancias eran caras.
Por suerte, nuestro equipo de basquetbol tenía un torneo en su Estado. Mis padres propusieron que me quedara en su casa el fin de semana para aprovechar el viaje, lo cual me emocionó mucho. Así que después del torneo, llegué a su casa en búsqueda de mi lección amorosa silenciosa. Su esposa estaba un poco triste porque ni ella ni sus hijos podrían estar conmigo la última noche que estaba ahí, pues tenía un viaje programado y me dijo que él sería el encargado de cuidarme y llevarme al aeropuerto. ¡Qué felicidad! Mis piernas me temblaban de emoción. Una noche. ¿Qué me enseñaría? Estaba dispuesta a lo que fuera.
Nos acostamos en su cama, me abrazó y empezaron los besos y caricias por todo mi cuerpo. Ante mi ingenuidad, se encargó en guiar mis manos e indicarme los pasos a seguir. De repente, se separó diciéndome: “no puedo hacer más ahora, no quiero lastimarte, mañana te vas, me lo agradecerás algún día, duerme tranquila corazón, aquí estoy para cuidar tus sueños.” Mi incertidumbre se hizo enorme y sentí un rechazo total.
Al día siguiente me llevó desayuno a la cama y me alisté para mi viaje a la realidad de secundaria. Aparenté estar contenta aunque lo que quería era irme pronto.
La comunicación entre las familias cada vez era más distante, pues no había internet como ahora. Él dejó de escribirme. Mi cabeza y mi corazón trastornado y confuso me obligaron a entender que yo debía salir con mis amigos, tener pretendientes y disfrutar mi adolescencia. Así lo hice.
Dos años después, contesté el teléfono de casa y escuché su voz. El escalofrío recorrió todo mi ser. “Mi corazón, estoy aquí unos días, muero por verte, tenerte cerca y terminar lo que dejamos pendientes. ¿Qué tal si nos vemos en el estacionamiento del centro comercial a las 11 de la mañana? Prometo llevarte a un castillo mágico en el que serás extremadamente feliz.”
Preferí callar y olvidar, no contar la historia a mi familia y amigas, pues sería dar la oportunidad de que pusieran en duda mis palabras. Aún así, me sentí culpable durante mucho tiempo de algo que ahora entiendo que no provoqué.