“Escándalo… es un escándalo…”
Willy Chirino
Por. Boris Berenzon Gorn
La indignación es uno de los estadios más celebrados por la sociedad de hoy. Estar en él significa reafirmar la humanidad y la propia existencia. Hoy, para estar vivo hace falta tener cuentas en las redes sociales más importantes y para ser un buen ciudadano se necesita hacer pública de vez en cuando la indignación y mostrar a los “impresentables del momento”. El tema importa tan poco como el fondo, lo que importa es el arrobamiento místico y la comunión con el todo que se experimenta cuando el usuario está indignado.
La indignación es una de las características de la sociedad de lo instantáneo. Allá donde brota una necesidad, el sistema nos regala un estímulo. Sea hambre, sea deseo sexual, sean ganas de comprar, la enorme maquinaria nos ofrece una forma de saciarnos con el chasquido de nuestros dedos o, mejor dicho, con unos cuantos clics. Lo sentimos, lo expresamos, lo saciamos y ya está. Es ése el ciclo. ¿Será acaso la libido de la indignación? Esa que se ruboriza de sí misma.
Toda emoción en este contexto está hecha para evaporarse al poco tiempo, para diluirse en el océano de anónimos y más intensos intereses. Ningún sentimiento debe permanecer más de lo debido, de lo contrario no estaremos abiertos a los nuevos clics, a los nuevos productos, a las nuevas conexiones. El sistema nos quiere expectantes y dispersos. Se inclina ante el peligro de las mentes concentradas y, por ello, actúa de manera preventiva para evitar semejante estado. La generosidad tropieza esencialmente en la custodia, en el egocentrismo, en un es para mí, que constituye propiamente lo que se deja de descifrar.
Como cualquier pulsión en este sistema, la indignación brota sólo para cumplir un requisito y marcharse más pronto que tarde. Como lo describe Byung-Chul Han, sus olas “crecen súbitamente y se dispersan con la misma rapidez” (En el Enjambre, 2014). Nunca están ahí el tiempo suficiente para generar una acción organizada y duradera. Por supuesto que pueden llegar a convocar protestas y manifestaciones, pero nunca un movimiento. Unas cuantas acciones en el mundo offline pretenden engañarnos, pero su naturaleza es ineludible: son fugaces, vacuas, provocadas sólo por la coyuntura y nunca por un análisis profundo del mundo, del país, de la comunidad.
Para el filósofo, “la sociedad de la indignación es una sociedad del escándalo” y es que la chispa no brota nunca de muy dentro. Se trata siempre de eventos superficiales, que alcanzan sólo los ojos de quienes ven “por encimita”. Ello no significa, por supuesto, que tales eventos no lleguen a ser reflejos de la podredumbre más interna, pero no es nunca la propia podredumbre la que enciende la diminuta llama.
La indignación es pasiva, aunque se presuma lo contrario. Funciona con el menor gasto energético posible del usuario. Le demanda tiempo, pero nada más que el mínimo necesario. Después de la ofrenda, le permite volver intacto a su vida y, sobre todo, le permite seguir manteniendo la misma relación con el sistema. La indignación no apela a la transformación profunda, sino al espectáculo y a los chivos expiatorios.
Incluso cuando la indignación se transforma en linchamiento, la energía destructiva no se le demanda al usuario. La vergüenza, el odio, el rechazo y todas esas emociones negativas se siembran en el blanco de la indignación buscando que éste, por sí solo, sea quien se destruya desde dentro. La multitud iracunda no debe desgastarse ni en un grito, el alarido debe emitirlo quien ha sido expulsado, momentánea o totalmente, del sistema.
La indignación es también el instrumento de fuerzas más poderosas. Y, más que el instrumento, el maquillaje. Toda intervención se disfraza hoy de indignación de redes y con ello los usuarios se piensan, insulsamente, poderosos. Los jugadores mueven a sus piezas. Los titiriteros hacen lo suyo con los hilos y cambian el orden del tablero a sus antojos. Enmascaran su presencia detrás del odio de las masas y descubren así la fórmula ganadora del totalitarismo: hacer que la voluntad del poderoso parezca el designio de las masas.
La indignación es todo menos democrática. Para Han, no permite “ninguna comunicación discreta y objetiva, ningún diálogo, ningún discurso”. Su única intención es pasar por encima del otro, callarlo, sofocarlo, y en ese sentido es completamente contraria a la democracia. La indignación se viste hoy con el disfraz de ciudadanía y consigue así que el mundo, embelesado, la idolatre. El heterodoxo poeta británico William Blake (1757-1827) aseguraba que la eternidad necesariamente debía estar enamorada de las labores del tiempo.
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