jueves 21 noviembre, 2024
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COLUMNAS GILDA MELGAR

«DOLCE ÁLTER EGO» Tristeza de verano

Por. Gilda Melgar

En teoría, el verano debiera ser la estación más alegre o positiva del año. Sin embargo, el sol no calienta o anima a todos por igual.

Nací en Centroamérica, un mes de agosto, así que soy muy feliz en esta temporada del año, y quizás por la misma razón prefiero el calor al frío. Pero no todos los veranos de mi vida han sido igual de luminosos, e imagino que para todos los que aún seguimos en este planeta los veranos de 2020 y 2021 tampoco lo han sido, por obvias razones.

Más allá del encierro autoimpuesto o del miedo a viajar por un posible contagio, miles de personas en el mundo atraviesan un duelo o se enfrentan al Covid y sus secuelas. Otros miles estarán desempleados o cortos de presupuesto para disfrutar de una agenda vacacional. En mi caso, el sólo hecho de padecer una tercera ola de contagios inhibe el disfrute total de las vacaciones que terminan este fin de semana con el regreso oficial a clases el próximo lunes.

Así que, la llamada tristeza de verano -mejor conocida como SAD o ¨trastorno afectivo estacional”- está más vigente que nunca, no sólo por las razones arriba descritas, sino también por la incertidumbre que nos provoca este bicho intangible que muta y muta a su antojo sin que podamos ver la luz al final del túnel.

Para los que aún tenemos hijos en edad escolar, a la tristeza de verano se suma la angustia de tener sobre nuestros hombros la responsabilidad de la salud física y mental de nuestros hijos, niños o adolescentes, pues es bien sabido que las condiciones óptimas para que vuelvan a la escuela son inexistentes. Estas son las preguntas que me no me dejan en paz ¿Le mandaré a la escuela? ¿Estaré sobreprotegiéndole si lo dejo en casa? ¿Es cierto que a los menores de edad el Covid les pega menos? ¿De verdad no pasa nada si mi hijo pierde un año de escuela?, etc., etc.

La tristeza de verano del 2021 es una nube gris que me impide disfrutar las últimas puestas de sol más lindas del año. Una lluvia que enloda el camino hacia el fin de año. Las ojeras moradas de mi hijo que toma clases a través de una pantalla y aún no conoce físicamente a sus compañeros y profesores de la preparatoria. La suspensión de una carrera a punto de terminar en la vida de mi hija. El viaje aplazado hacia mi país de origen. Los abrazos que no he dado a mis padres, amigas, amigos y cuñadas. Una mesa esperando a ser ocupada por comensales que apapachar. Un trabajo que no puede completarse.

Es cierto, sigo aquí y el bicho no ha tocado a mi puerta. Tengo un techo, una familia, comida en la mesa y un qué hacer. Bendiciones innegables.

Sin embargo, hoy que tendría que saltar de alegría por el inicio de un nuevo ciclo, me invade la tristeza de verano y quiero abrazarla. Tal vez así pueda volver a sentir un rayo de esperanza.

 

 

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