Por. Boris Berenzon Gorn
El arte es lo que resiste: resiste a la muerte,
a la servidumbre, a la infamia, a la vergüenza.
Gilles Deleuze
Si el arte debe tomar una postura en la política o no será siempre tema abierto para muchos debates. Cualquier aseveración concluyente al respecto estaría ignorando los siglos de pensamiento filosófico que no han conseguido antes dar el caso por cerrado. Hay militantes que no conciben la creación sin una razón política, que no ven pincelada sin causa por defender ni verso que no pueda plasmarse en una pancarta.
Están, por el contrario, los que ven la participación del artista en esta arena como una transgresión no solo para su propio arte sino también para el ejercicio mismo de su oficio. En los puntos intermedios entre estos dos extremos, decenas de posturas brotan a borbotones y nos invitan a repensar el ser artístico en su relación con el zoon politikón.
Hace unos días, el músico y fundador de la banda Pink Floyd, Roger Waters, fue celebrado por distintos usuarios de redes sociales por la asertiva respuesta que dio a Mark Zuckerberg. El empresario y fundador de Facebook había escrito una carta a Waters en la que elogiaba su canción “Another Brick in the Wall Part 2” y le ofrecía —según dijo el músico— una enorme suma de dinero para utilizarla como parte de una campaña de promoción de Instagram. Según la misiva de Zuckerberg, el espíritu de la canción —una composición sobre la opresión, la represión y la violencia que implica ajustar a los individuos a los moldes de la masa— estaba más vivo que nunca.
Resultaba curioso, reflexionaba Waters, que aun así el empresario quisiera utilizarla para promover su emporio. ¿No se daba cuenta, acaso, de que la canción estaba viva precisamente porque hombres como él imponen hoy los moldes a los que sociedades enteras deben adaptarse sin importar si pierden su creatividad y libertad en el intento?
La audacia de Zuckerberg —o probablemente su cinismo— le ganaron los improperios de Waters, quien se negó en un evento público —en el que se demandaba la liberación de Julian Assange— a ceder su propiedad intelectual a las garras del emporio.
Pocas personas tienen el poder para negarse al imperio, reflexionaba Waters, y dado que él puede ejercer un poco —al menos el que le confieren sus canciones, que es bastante— lo haría en contra de la homogeneización que representa ese arsenal de la web 2.0. Waters nos dio así una cátedra sobre la dignidad del artista, usando su libertad para enfrentarse ante quienes, en términos económicos y de poder, son muchísimo más grandes.
Lo cierto es que el artista no puede ser solo creativo ni solo político: tiene también que insertarse en el mercado o sobrevivir si decide no hacerlo. Cualquiera de estas decisiones probablemente implique un posicionamiento político. Quizá, para los más puristas, no hay acción en esta vida que no sea política. Pero ¿debe esta faceta del creador comprometer su obra y su creatividad entera? ¿Qué pasa cuando el artista es más conocido por su postura política antialgo que por su obra misma? ¿Se convierte, entonces, el arte en la plataforma de un opinador?
La historia está llena de ejemplos de lo que pasa cuando un artista vive en función de la defensa de una idea, por noble que esta sea. O, dicho de otro modo, cuando su pasión política lo obnubila a tal grado que toda su creatividad se ve empañada por sus deseos partidistas, antipartidistas, ideológicos o, simplemente, por sus animadversiones. El arte que el comunismo convirtió en norma es un ejemplo de ello, como también podría serlo aquel que el capitalismo reduce a una simple mercancía.
Goethe decía que el artista no debía “descender” a la arena política, con lo que establecía una clara jerarquía entre ambos terrenos. Aunque es cierto que es imposible mantenerse ajeno a los temas que afectan a toda la sociedad, quizá tenga razón en que no debe entregarse por completo a los mecanismos de la política. Sus ideas y opiniones tal vez florezcan mejor canalizadas propiamente a través de su arte que, por ejemplo, mediante los géneros que la web 2.0 facilitan hoy a los opinadores. Dicho de otro modo, quizás sea más valioso lo que una novela, una obra de teatro o un poema nos revelen sobre la condición humana que una pancarta —hoy en día tweet— que repita como letanía la sentencia en favor o en contra de un personaje, corriente o ideología.
Sin embargo, no hay que olvidar que hay situaciones tan opresivas en las que el simple hecho de crear arte es una postura política revolucionaria. Hay momentos en la historia cuando el solo ejercer la libertad de expresión implica un acto de protesta. Entonces, el artista no tiene más opción que ser un ente con una carga política infinita y concentrada. Pero incluso en esos momentos es político para proteger la libertad de su arte, la capacidad que tiene este de no casarse con una idea o con otra y mantenerse perpetuamente explorando los múltiples resquicios que brotan en el corazón humano, más allá de las fobias, las filias, los bolsillos, las simpatías y las nostalgias por sistemas caducos. Tengamos siempre presente la propuesta de María Zambrano: “El arte parece ser el empeño por descifrar o perseguir la huella dejada por una forma perdida de existencia”.
Manchamanteles
En un mundo cada vez más homogéneo, poco a poco son menos las voces que se permiten estar fuera del estatus quo. Se dice que se valora la originalidad, pero lo cierto es que se desprecia todo lo que esté fuera del canon. Hoy no hay artista ni pensador sin presencia en Twitter y similares. Protestamos contra todo, menos contra nuestros cerebros que se disuelven para integrar una sola masa informe.
Narciso el obsceno
Hoy el individualismo, el consumismo y el culto al cuerpo y a la imagen producen comportamientos que revelan la supremacía de Narciso. En el mundo actual, cada uno se vuelve ante sí y olvida al otro. ¿Será que ya no existe la otredad?