Por. Boris Berenzon Gorn
Mi padre era granadero,
y era recuate del estudiante;
les daba pa’ sus granadas,
les apostaba por el Atlante.
Hoy les da para sus tunas
por atracito y por adelante;
hoy dice que vive triste,
pero prefiere ser ignorante.
“El hijo del granadero”,
Salvador, Chava, Flores
A Doña Rosario Ibarra de Piedra
Esta semana se cumplió medio siglo de ocurrido uno de los eventos más funestos en la historia de la represión en México: el inolvidable jueves de Corpus de 1971. Este indignante suceso, conocido como el “Halconazo”, fue una muestra más de la intolerancia y el verdadero autoritarismo con los que un viejo régimen trataba a su ciudadanía. En una época en la que los derechos a la libertad de expresión, a la protesta y a la manifestación pública de las ideas no eran más que una utopía lejana, aquel gobierno aferrado a las peores prácticas del poder desplegó la fuerza del Estado en contra de su juventud y sus estudiantes.
Ni bien habían pasado tres años de la infame matanza del 2 de octubre de 1968, cuando un nuevo embate desde el poder vulneró no solo la libertad sino también la integridad de aquellos jóvenes ciudadanos. Su floreciente consciencia política salió a las calles con la lozana intención de crear un nuevo entorno solo para encontrar que en ese México las cosas no se resolvían por la palabra sino por las armas y los golpes.
Como en tantos otros fenómenos similares en América Latina, este despliegue desproporcionado de la fuerza pública se dio en respuesta a un movimiento estudiantil. No se trataba de ningún reclamo irracional ni de un grupo desestabilizador. Nadie planeaba un golpe de Estado ni pretendía llegar a remover las entrañas del sistema. La molestia se reducía a la necesidad de tener garantizado el derecho a la educación gratuita y de calidad.
El hecho fue que el gobierno estatal de Nuevo León redujo el presupuesto de su Universidad Autónoma como una especie de castigo por la voluntad de alumnos y estudiantes de reivindicar su derecho a la participación. La comunidad universitaria había estado impulsando la idea de un gobierno paritario que diera mayor visibilización a los problemas e inquietudes reales del estudiantado. La nueva ley orgánica que surgió de esta idea enfureció al gobierno local, que presionó al Consejo Universitario para que prácticamente anulara la autonomía de la universidad.
Como respuesta, los estudiantes decidieron irse a huelga y llamaron a la solidaridad de otras comunidades estudiantiles del país. La UNAM y el IPN, entre otras, respondieron al llamado, y aunque el conflicto en Nuevo León finalmente terminó de manera que satisfizo a las dos partes, en la capital del país este conflicto revivió las viejas heridas que aún no habían empezado a sanarse. Aunque se hablaba de una nueva apertura democrática, los múltiples atropellos cometidos en el 68 no fueron asumidos ni reparados (cuando pudo haberse hecho, porque la muerte no hay quién la repare).
El movimiento estudiantil volvió a salir a las calles, no tanto porque confiaran en la supuesta apertura democrática del entonces presidente Luis Echeverría sino, simplemente, porque el deseo de defender lo justo no había claudicado. Mientras la manifestación pacífica avanzaba por la calzada México-Tacuba, con demandas como la disolución de los grupos porriles en la UNAM y un mayor presupuesto para la educación y la democratización de la enseñanza, un grupo paramilitar apareció en escena y agredió con severidad a los estudiantes.
Este grupo, conocido como “Halcones” atacó con armas como varas y carabinas, y disparó a estudiantes e integrantes de la prensa. Aunque la ciudadanía intentó refugiarse, la presencia de francotiradores dificultó mantenerse a salvo. Inmóvil, y a unos metros de los hechos, la policía observaba cómo eran violentados los ciudadanos a los que debía proteger.
La matanza fue justificada asegurando que se había tratado de un enfrentamiento entre estudiantes. Sin embargo, distintas indagaciones han mostrado que la muerte de por lo menos 120 personas habría sido causada por un grupo paramilitar que, sin pertenecer propiamente al Estado, respondía a sus órdenes. El gobierno de entonces aseguraba que los “halcones” no existían, pero los documentos y los testimonios dicen lo contrario.
Aquel evento fue una muestra del verdadero autoritarismo que vivió nuestro país durante el siglo pasado. Fue uno tal que no podía alzarse la voz ante él, y una represión dictatorial tal, que se entrenaba a grupos para violentar a la ciudadanía cuando desde ella surgiera el más mínimo reclamo.
A 50 años de ese ominoso y negro día —enorme muestra del desprecio de un régimen hacia sus gobernados—, la lección no puede caer en saco roto. Nuestra democracia debe recurrir a la historia para aprender de ella, no para repetir sus formas inacabadas y anticuadas. Hemos olvidado la historia por un motivo y, si no tenemos cuidado, la tergiversaremos a tal grado que creeremos que la vuelta al pasado es una respuesta razonable.
Manchamanteles
Este 13 de junio se cumplirán 82 años de la llegada del buque Sinaia a México, con los sueños a bordo de casi dos mil refugiados españoles. En aquella embarcación viajaban grandes personajes, como Julio Mayo, fotógrafo conocido por su registro de la Guerra Civil Española, Pedro Garfias y Tomás Segovia. Aquellos refugiados dieron a México nuevos bríos que impulsaron el progreso. Hoy, a casi un siglo, su llegada nos recuerda que de la solidaridad siempre nacerán frutos benéficos para la humanidad.
Narciso el obsceno
Un estudio publicado en la revista Neuroscience plantea que el narcisismo patológico podría estar relacionado con el control ejecutivo del cerebro y la desregulación emocional. Otros, en la misma dirección, apuntan a la falta de compasión e, incluso, al complejo de inferioridad que se traduce hacia el exterior en arrogancia. Y es que Narciso no se piensa más que los demás, sino al contrario, y para vencer esa abrumadora sensación de insignificancia tiene que oponerse histriónicamente a ella en cada acto.