Por. Boris Berenzon Gorn
El encuentro de dos personas
es como el contacto de dos sustancias químicas:
si hay alguna reacción, ambas se transforman.
Carl Jung
No es secreto para nadie que en estas elecciones —como en las pasadas—, además del porvenir político del país, se juega una serie de elementos simbólicos, como el sentido de pertenencia a una clase social. Una nutrida variedad de partidos compite por los espacios de poder; sin embargo, son solo dos discursos los predominantes. A ellos se adhieren las distintas opciones electorales, lo que pone al asunto, a veces, algún matiz, y esto hace que se acepten sin ser cuestionadas la mayor parte de ellas. No es objetivo de este espacio arrojar flores a uno de estos discursos sino poner bajo la lupa al que se vale del clasismo y las distinciones enraizadas en nuestra historia para crear una bandera de supuesto rescate de la democracia.
Los ejes de la democracia y —por ello— del quehacer político se entrecruzan hoy más que nunca en la cúspide de la dignidad humana como parte esencial de lo que hemos llamado el “piso parejo”. Si no sucede lo anterior, volveremos a un cosmos donde no existen ni la otredad ni la semejanza sino la imposición y la pugna incesante y estéril a partir del guiño de la desavenencia. Ante la permanente coquetería de los unos y los otros, se impone pensar en el bien común por encima de toda supremacía.
La cima está enojada, pero —seamos sinceros— no lo está por las razones que manifiestan. Aunque pretendan adornarse proclamándose abanderados de la mítica escolta de la primaria que defiende los más nobles valores de la “patria” y evocan en diversas tonalidades imaginarias La suave patria de Ramón López Velarde (“Diré con una épica sordina: la patria es impecable y diamantina…”), lo cierto es que los preceptos de estos censores poco tienen que ver con el bienestar de una nación. Y es que su enojo es más bien asco, asco de ver los espacios antes solo reservados para el privilegio que dan el color de piel, la clase social, el origen, el género y la educación privada ahora ocupados por personas que se identifican como el pueblo, y que el mismo privilegio reconoce como tales: de ahí sus emociones negativas.
Pero no preocupan ni su enojo ni sus miedos por las dimensiones políticas y electorales que adquiere. Preocupa porque aviva las más profundas diferencias que han lastimado a México durante siglos. Basándose en el clasismo, y confiados en su propia superioridad, los emisarios de este discurso salen a evangelizar —pretendiendo ganarse la simpatía de esas masas que normalmente no miran ni de reojo—, haciendo patente el profundo desconocimiento que tienen de la realidad mexicana.
Decenas de columnas y todo tipo de contenido mediático pretenden llamar a las personas pobres y a la clase media baja a unirse a una batalla “por la democracia”, que no es sino una batalla por el privilegio. Y, al hacerlo, se valen de los más ridículos estereotipos y arquetipos que, como notara Jung, son una forma de preservar las ideas hegemónicas de lo que es una cultura. Los columnistas se ponen a hablarle “al pobre” jugando a “rebajarse” a su uso del lenguaje, fingiendo que conocen cuáles son los temas que le preocupan y creyendo que con haber visto alguna película del cine mexicano de los noventa ya saben hablar “barrio”. El resultado es una patética caricatura de lo que piensan que es el mexicano “naco”, “lumpen”, o como sea que ellos le llamen. No puede haber peor forma de buscar la simpatía de un ser humano que burlándose tan grotescamente de él. Al hacer una caricatura de los otros se satirizan de muchas formas.
Estos intentos de hablarle “al pobre”, con los cuales los altos poderes pretenden “codificar el mensaje” para los que llaman “sus colaboradores” —que son, en todo caso, sus empleados, más comúnmente, sus explotados— son poco más que el reflejo de un clasismo dolido y afectado por los cambios que han puesto en entredicho los valores simbólicos que justificaban su privilegio. Y es que si ya no se necesita ser blanco y estudiar en un país rico para llegar a la cima, ¿quién puede asegurarles su permanencia en ella? Por primera vez se enfrentan a la incertidumbre, y eso a cualquiera tiene que dar terror.
Este discurso nos permite ver por un momento desde sus ojos y apreciar cómo imaginan que es esa clase marginada que no distinguen desde las azoteas de los lujosos edificios que transitan, cuya realidad no corresponde a la del país. La cumbre tiene miedo. Tiene miedo de la otredad, tiene miedo a que nos parezcamos entre nosotros, a que el color de piel de alguien no nos diga nada sobre su posición en el ajedrez del país, a que la ropa, el corte de cabello, los zapatos y la forma de hablar no sean una señal del poder que puede ejercer una persona. La brújula en la que han fundamentado sus actos por generaciones se ha puesto en entredicho, y la reacción es el terror. Quieren transmitirles ese terror a los estratos menos afortunados, pero no se dan cuenta de que esa emoción no es compartida. Allá abajo se sabe poco de ostentar privilegios: ¿por qué habría miedo de perderlos? Y no, señores, sus trabajos de tres pesos, de sol a sol, con la condena de jamás en la vida ver algo mejor, no son un privilegio. El clasismo está dolido, y desde ese dolor pretende hacer política.
Es el clasismo el que quieren que vote en masa, y la embriaguez de la fantasía les impide ver la contradicción. Porque los oligarcas son cualquier cosa menos una masa, y no, porque no puedan actuar según los peores preceptos definidos por la psicología de masas, sino porque, por definición, siempre han sido los menos, los privilegiados, los que construyen el imperio valiéndose de la explotación del resto, de la verdadera masa. Este discurso apela a ellos, pero también a estratos menores de la pirámide que aspiran a un día abrirse camino hasta la cima. Lo que no notan es que el discurso que apoyan está precisamente en contra de lo que podría permitir la ruta al éxito: la movilidad social. La cumbre económica se fundamenta en eso, en la exclusión de todo lo que vaya más allá de sus aposentos al estilo Luis XIV. Pensar que este discurso nos está hablando a nosotros, la clase media, es pecar de ingenuidad o de plano tener severamente distorsionada la percepción de la realidad mexicana de este momento. Parece, una vez más, que no entienden que no entienden.
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