Por. Gerardo Galarza
Apenas hace 30 años, en México no había elecciones libres. Esto no lo entienden la mayoría de los mexicanos menores de 45 años.
En 1991, a la mitad del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, sólo un estado del país tenía un gobernador no perteneciente al PRI, el panista Ernesto Ruffo en Baja California. Hacía ya 45 años que a su partido le habían reconocido su primer triunfo electoral: la presidencia municipal de Quiroga, Michoacán.
La “gran” reforma política de José López Portillo en 1976, apenas si permitió que se registraran nuevos partidos y que se incrementara el número de diputados opositores, a través de la representación proporcional. En los hechos, el sistema político priista seguía siendo monolítico, autoritario e invencible. “La dictadura perfecta”.
Hace poco menos de 40 años, la oposición logró, en un hecho histórico, que se le reconocieran sus triunfos en tres ciudades capitales estatales: San Luis Potosí (una coalición local encabezada por el doctor Salvador Nava), Hermosillo (PAN) y Guanajuato (Partido Demócrata Mexicano).
Años después, todavía bajo el gobierno de Miguel de la Madrid, el PAN consiguió victorias, que se le reconocieron, en varios municipios de Chihuahua, en los que habitaba más o menos el 70% de la población de aquel estado. El gobierno priista comenzó a entender que en lo internacional necesitaba cierto prestigio y en lo interno había que contener el descontento popular.
Y, entonces, la gubernatura se veía a tiro de piedra. Los chihuahuenses todavía creen que el PAN ganó esa elección, pero apareció el entonces secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, para torcer la decisión de los ciudadanos y hasta implicó en ello al Vaticano, para frenar a los curas de Chihuahua que decidieron no celebrar misas en apoyo a sus feligreses defraudados.
Bartlett, como presidente de la Comisión Federal Electoral, operó la elección presidencial de 1988 para darle el triunfo a Salinas de Gortari, en medio del escándalo nacional e internacional por “la caída del sistema” (de cómputo), que también se calló.
Hace 30 años, a la mitad del sexenio salinista, comenzó el resquebrajamiento del sistema electoral controlado por el gobierno, en unos comicios intermedios (como de los de ahora), cuando debido a las protestas populares por fraude electoral dos candidatos del PRI tuvieron que renunciar a sus gubernaturas: Ramón Aguirre en Guanajuato aún antes de tomar posesión, y Fausta Zapata en San Luis Potosí, dos semanas después de haber tomado posesión, con el Palacio de Gobierno bloqueado por mujeres y una marcha hacia la Ciudad de México, encabezada por el doctor Salvador Nava.
En 1991 ya existía el IFE, pero todavía era presidido por el secretario de Gobernación. Sólo a partir de 1997 las elecciones federales las organiza y sanciona este órgano autónomo, uno de los mayores frutos de la lucha de los mexicanos por la democracia.
Hoy la democracia mexicana (imperfecta y endeble, pero perfectible) sufre un ataque desde el centro del poder político, de quienes se beneficiaron de ella y quieren contralar los procesos electorales como la hacían sus antiguos correligionarios, también del crimen organizado que busca imponer autoridades afines y otros tantos intereses políticos, que quieren el regreso de la “dictadura perfecta”.
La única forma que tienen los mexicanos de defender su democracia es el ejercicio de su voto libre y secreto, algo que apenas hace 30 años no era nada fácil.