Por. Boris Berenzon Gorn
En todos los medios pululan las críticas a un modo de vida en el que —se esgrime como un gran descubrimiento— somos esclavos del trabajo. Nos hemos dejado manipular por el sistema, revelan, como si se tratara del hilo negro, lo mismo autores de pomposos libros que articulistas de cualquier página que persigue el clickbait. De tanto que se repite la misma fórmula, uno podría pensar que estamos, finalmente, frente a la revolución que terminará con la explotación y con la precariedad. Pero la emoción dura muy poco. Tan pronto nos adentramos en esos textos, descubrimos que las responsabilidades han sido asignadas nada menos que al trabajador.
No hay que ser un genio para notar que la mayoría de trabajadores del mundo están descontentos con sus condiciones laborales. Todos somos capaces de ver la explotación y las repetidas violaciones a los derechos laborales a las que millones de personas son sometidas diariamente. Y, por supuesto, no estoy hablando sólo de los atentados más graves a este derecho; hablo de las violencias sutiles que se esconden detrás de agresiones discretas y sistemáticas, de una horita extra que desaparece en la cuenta de la nómina, o de la intromisión en los espacios privados o de descanso. Todos podemos notar estos fenómenos, pero no todos tenemos los mismos lentes para mirarlos.
Algunos vemos en ellos el éxito de un sistema económico, a costa del fracaso del ideal de que todas las personas somos libres e iguales. Vemos en ello un sistema que mina el desarrollo humano para mantener sus mecanismos de consumo y la aspiración de crecer hasta el infinito. Otros, en la contraparte, ven en ello el fracaso del individuo. Se está ahí, para esta visión, porque el individuo no ha logrado superarse, porque “piensa como pobre”, porque no tiene suficientes aspiraciones. En su mundo, las múltiples dinámicas que impiden la movilidad social y que proveen a millones de condiciones laborales deplorables no tienen lugar. Ésas sólo existen en el “pensamiento de pobre”. El emprendedor no ve nada de eso, o ve “más allá”.
A la mitad de una crisis mundial, que ha afectado a la salud y a los bolsillos, ¿dónde entrará el pensamiento woke que asegura que para salir de la mediocridad asignada basta con echarle muchas ganas? Si nos acercamos, por ejemplo, al best seller titulado La Bolsa o la Vida, de Vicki Robin y Joe Domínguez, ¿qué hacemos con los consejos de llevar un control preciso de los ingresos y los egresos, o de “vivir de manera más sencilla”? ¿Cómo vive de manera más sencilla el empleado al que le redujeron en un 20% el sueldo —sin razones muy claras, “por la pandemia”, le dijeron— cuando ya desde antes ganaba una miseria? ¿De qué sirve escribir en una libretita “hoy gané un salario mínimo y hoy me lo gasté en insumos básicos”?
Es cierto que las finanzas personales suelen ser un asunto sumamente descuidado de nuestras vidas. La educación pone poco empeño en mostrarnos algo sobre ellas y a veces la familia tampoco tiene herramientas para prepararnos en este asunto. Es real que es necesario informarnos y encontrar las formas de hacer rendir nuestro dinero y de no permitir que las trampas del sistema reduzcan incluso más nuestros ingresos. No lo niego, el individuo tiene una responsabilidad y tiene también un margen de acción y de movimiento. Sus condiciones no necesariamente son condena. Sin embargo, su capacidad de acción es realmente limitada en la mayoría de los casos, por muchas ganas e iniciativa que tenga. Obviar este hecho es contribuir a sostener un mito que invisibiliza las opresiones.
La trampa del sistema es hacernos pensar que todo está en nuestras manos. Que todo puede cambiar si nos preparamos, si tomamos riesgos, si nos animamos a emprender, si salimos de nuestra zona de confort, etcétera, etcétera. Pero estas acciones son simplemente imposibles para muchísimas personas, que se encuentran atadas a sus condiciones por una necesidad que nadie va a resolver por ellos. El que pensemos, como masa, que las condiciones precarias y de explotación recaen sólo en nosotros es uno de los mecanismos que hacen tan perfecto al sistema. Nos enojamos con nosotros mismos por no salir del fracaso y así no cuestionamos nada. Es la fórmula del éxito, pero del sistema.
Para reforzar el mito, se dan de tanto en tanto casos de éxito, que nos hacen pensar que en el individuo exitoso hubo una característica que nosotros no hemos sido capaces de adquirir. No es el sistema, somos nosotros, nos repetimos.
Ante los nuevos obstáculos que nos ha puesto la pandemia, quizás el sistema tendrá que regenerar sus mitos. Probablemente hablemos de esos emprendedores que, surgidos de lo más hondo, han alcanzado las estrellas, a pesar de la crisis. Nos miraremos al espejo y reprocharemos nuestra falta del gen emprendedor, pero nunca a las condiciones que nos limitan.
Manchamanteles
Mientras Estados Unidos prepara el regreso a la normalidad, en el resto del continente americano (o, mejor dicho, de su frontera sur para abajo) nos preguntamos qué tan lejos está la llegada de ese momento y, sobre todo, ¿cómo nos afectará el que ellos proclamen la pandemia terminada cuando nosotros sigamos lidiando con ella?
Narciso el obsceno
Decía Mario Bunge que “los psicoanalistas explotan el narcisismo” y es que la misma profesión está fundamentada en ello. El núcleo de este aprovechamiento, proseguía el autor, es “el concreto deseo de que alguien ajeno se ocupe de nuestros problemas personales.”