Por. Bárbara Lejtik
Tu, yo, todos. Por difícil que les resulte a nuestros hijos imaginarlo, alguna vez fuimos niños, niños de baja estatura, de huecos en la sonrisa, de rodillas raspadas, niños que creían todo lo que nuestros papás nos decían, que imaginaban que eran personajes de los cuentos que leían, que bailaban bajo la lluvia, que no reparaban en los zapatos sucios.
Niños que amaron a sus abuelos, que tenían y admiraban a sus profesores.
Niños que anhelaban el recreo para salir desbocados a jugar unos cuantos minutos, que no contaban las calorías de los chocolates, que abrían la llave y no se lavaban las manos, que tomaban agua de la manguera.
Solo he vivido este cambio de generación, pero me imagino que los niños de todas las épocas viven cambios importantes, sin embargo pienso que los cambios que nos tocaron a nosotros fueron trascendentales.
Fuimos los niños que crecieron despidiéndose de muchas costumbres y adaptándose a los cambios que nuestra propia generación marcó.
La tecnología, el internet, la telecomunicación, la acelerada globalización, los viajes fuera de nuestro planeta.
La conciencia sobre el respeto a la identidad de género, preferencia y orientación sexual, libertad de culto, orgullo racial, lucha contra la violencia a la mujer y a todo aquel que en aspecto o ideología es diferente a lo que nos dijeron que era normal.
Fuimos niños, fuimos unos grandes niños, niños que se cuestionaron, que introspectivos aprendieron a defender sus ideologías y respetar las ajenas.
Niños de los que el mundo debe sentirse orgulloso.
Niños que ahora somos padres, maestros, jefes, dueños.
Niños que ahora tomamos decisiones y nos lanzamos a la batalla con espadas de palo y escudos de cartón, sintiéndonos poderosos superhéroes, niños que aún sueñan y creen, que piden deseos a las estrellas y a los dientes de león, que confían en que si un diente se cae o un juego termina es porque seguramente vendrá algo mejor.
Niños que siguen compitiendo y buscando medallas, que quieren ser reconocidos, que tienen miedo al abandono, que buscan figuras en las nubes, palabras escondidas en las olas del mar.
Niños sin tiempo, sin pasado ni futuro, que definen su suerte en un volado en los golpes silábicos de una canción.
Niños que solo quieren poder empezar de nuevo, ser justificados en sus errores y premiados por saber cosas que no tendríamos por qué saber.
Me encantan los niños que fuimos, los que somos, los que cada mañana se despiertan con nosotros y en la noche nos piden revisar debajo de la cama, asegurarles que no hay monstruos en el clóset ni un viejo del costal, ni un futuro incierto y que nuestros padres vivirán para siempre; que se van a dormir tranquilos, con el alma en paz y con ganas de soñar historia increíbles.