Por. Boris Berenzon Gorn
Hace diez años, el escritor y crítico de la web 2.0, Nicholas Carr, se preguntó si algo tan inofensivo y aparentemente sólo beneficioso como el buscador de Google podría a la larga hacernos más estúpidos, o, cuando menos, perezosos y dependientes. Para muchos, semejante cuestionamiento no es más que un típico berrinche de los nostálgicos del pasado, encadenados a sus máquinas de escribir y a sus diarios impresos, incapaces de abrir las puertas al inminente futuro. Lo cierto es que hay una serie de argumentos que, si bien no pueden validar del todo una hipótesis tal, sí apuntan en la misma dirección que los dichos de Carr.
La tecnología es capaz de modificar nuestra conducta, así como las formas en que externamos nuestras emociones y cubrimos nuestras necesidades. Esto no es ninguna novedad. Durante siglos, las nuevas herramientas han cambiado tanto los patrones individuales como los sociales. Sólo hace falta mirar hacia las revoluciones causadas por los medios de producción para aceptar, que, aunque nosotros la creamos, la tecnología a su vez crea o transforma una parte de nosotros.
Uno de los cambios más profundos en nuestra forma de transmitir y adquirir conocimiento fue causado por una transición tecnológica. Antes de la imprenta, pocos eran los grupos sociales que podían acceder a libros y el resto de la sociedad contaba con la oralidad para adquirir la técnica de sus oficios, conocer historias y, en general, enterarse de cuanto supieran del mundo. La popularización del libro impreso no sólo se trató de un asunto de números —de un aumento en los lectores—, sino de modificaciones en los cimientos de una sociedad que podía ahora rebelarse silenciosamente a través de las letras, tejer redes antes imposibles y aprender de formas antes reservadas a unos cuantos.
El libro habrá cambiado nuestras formas de aprendizaje y creado conceptos antes desconocidos o, por lo menos, impopulares, como la autoría. Cuando la sociedad dependía más de la oralidad, las historias tendían a construirse colectivamente, importando poco el nombre o los nombres de sus autores. Pertenecían a un pueblo o a una cultura. Conforme este concepto se erigió, la creación individual fue ganando el peso que hoy tiene.
Este proceso tomó otra dirección con la web 2.0, cuando los canales de creación de contenidos se abrieron a un campo más amplio, pero, sobre todo, dejaron de ser filtrados por grandes corporativos. Aunque estos imponen hoy sus patrones, direccionados por motivos económicos de manera sigilosa, en apariencia ya no cuentan con las figuras que deciden qué se publica o no. Ahora son los algoritmos lo que, en su lugar, deciden lo que es o no popular.
En entrevista con la BBC, Nicholas Carr, autor de Superficiales: lo que internet está haciendo con nuestras mentes ha señalado que los efectos negativos de las nuevas tecnologías podrían ser peores de lo que él vaticinó cuando publicó su obra, en 2011. Prueba de ello son los estudios que apuntan que la capacidad de concentrarse y resolver problemas disminuye cuando tenemos el celular cerca. No importa que esté apagado.
De una forma no planeada, y que quizás diga más de nosotros que de la propia tecnología, nos estamos convirtiendo en satélites de nuestras herramientas. Empezamos a existir para que ellas estén en funcionamiento. No son ellas las que funcionan para servirnos, sino nosotros los que existimos para mantenerlas en funcionamiento.
No, ni yo, ni probablemente tampoco Carr, estamos hablando de una distopía donde las computadoras y los smartphones cobran vida y dominan el mundo. Llevarlo a este extremo es caricaturizar una discusión que necesita ser tomada en serio, no porque nos opongamos a las nuevas tecnologías, sino porque es apremiante que hagamos visibles sus efectos colaterales nocivos e ideemos —y exijamos— formas de evitarlos. Son nuestros patrones conductuales los que están en juego. Primero, los individuales, pero a la larga también los sociales y, no sé ustedes, pero a mí no me gustaría ver al mundo convertirse en un lugar donde nadie puede concentrarse ni mantener una conversación profunda con un par. Estaríamos hablando de la pérdida de los valores más preciados de la humanidad, como la empatía.
Carr también señala las nuevas formas en que procesamos la información. Hoy recibimos fracciones —de la longitud de un tweet o un titular— que nos entregan un extracto superficial de la misma y a la cual, según nuestra valoración preformada del medio que la entrega, damos el peso de la verdad sin necesitar contrastes ni posteriores análisis. Nuestra capacidad reflexiva también está siendo minada por estos hábitos, promovidos por un sistema que va más allá del individuo.
Ésta no es una batalla de un grupo de nostálgicos contra la tecnología, sino que debería ser de la humanidad en contra de los efectos adversos de cada herramienta tecnológica que surja. Los cambios no necesariamente son malos, pero como sociedad deberíamos ser más críticos ante lo que consumimos, las formas en que lo hacemos, y los intereses detrás de que lo hagamos.