Por. Bárbara Lejtik
No está usted para saberlo, pero el domingo de resurrección estaba yo a las siete de la mañana del nuevo horario en la calle y no soy sonámbula ni sonó la alerta sísmica, mejor si se lo digo para que no se vaya imaginar que a esa hora iba llegando a mi casa, que no es que nunca haya pasado, pero la verdad esta vez tenía que hacerme unos análisis de laboratorio, como son en total ayuno, empresa más difícil que La Ilíada y La Odisea juntas para mi, con valor Espartano me lancé caminando sin una gota de café en mi desmarañado cuerpo a los laboratorios más cercanos.
En el camino fue grata mi sorpresa, aun siendo domingo y de asueto, con mortal cambio de horario y en pandemia, la calle estaba llena ya de gente, de gente que sale a trabajar desde muy temprano.
Frente a La Casa Azul de Frida Kahlo, ubicada en la esquina de Londres y Allende, estaban ya dispuestos; improvisados puestos de venta callejera de artesanías, decenas de personas acomodaban sus figuritas, arreglos florales, camisetas y demás recuerdito alusivos a la reina de Coyoacán; taxis deambulaban ya por todas las calles; los cafés ya estaban abiertos con sus mesas listas en la banqueta, con esta nueva modalidad que tenemos pandémica de salir a la calles para poder convivir y consumir que me encanta.
Incluso situaciones sospechosas, como un camión militar estacionado discretamente a un lado del deportivo, el Jacobo Grillo que habita en mi hombro derecho me sugirió ir a preguntar qué sucedía, pero el ayuno es más peligroso que mi espíritu comunicólogo y decidí seguir mi camino, y aguantarme la curiosidad. Los Viveros de Coyoacán estaban ya llenos de gente extraña, de esa gente que gusta de salir a correr un domingo en la madrugada, algo que mi corto entendimiento jamás comprenderá, en la entrada perfectamente organizados esperan ya los puestos de jugos, revistas, ropa deportiva y todo lo que los corredores puedan necesitar.
Igual que los vendedores de La Casa Azul, esta gente no vive dentro del museo ni de los Viveros, viene de quién sabe dónde cargando su mercancía, sus cajas de fruta y sus puestos y no viene precisamente en auto, a ellos el día les empieza todavía más temprano, es más, se conecta un día tras otro sin dejar de trabajar.
La inminente y jacarandosa primavera es testigo de que en México, no señor, no señora, la gente no es floja.
Lo escuché tantas veces y como muchas verdades suelen ser mentiras repetidas cientos de veces. Pero no hay nada más falso, eso que dicen las buenas y burguesas conciencias que al mexicano le va mal porque es flojo, o la palabra que empleen para describirlo, que es mediocre y conformista, que por eso no avanza, que por eso nos va como nos va.
Y son justo las personas que nunca han conocido el verdadero esfuerzo las que lo repiten como un mantra.
Las personas y perdón si piso algún callo que no consideran sus iguales a aquellos que les brindan servicios, que limpian las calles por donde van a pasar, que recogen la basura, que manejan los transportes, que preparan los alimentos. Ellos piensan o pretenden pensar que así les tocó nacer y que si ellos están en una situación privilegiada es seguramente por decisión divina.
Perdónenme pero el mexicano no es flojo, el mexicano trabaja, lucha, es incansable, no conoce otra forma de vida, los transportes públicos van llenos de gente que se dirige a trabajar, en día de asueto, por unos cuantos pesos, menos de los que muchas veces nos gastamos en un café y un pan dulce en un restaurante y aún así lo hacen y no lo cuestionan.
Familias enteras comparten el gasto de la casa, sostienen la economía formal e informal.
Es fácil acusar, decir que el comercio ambulante es un cáncer para la economía; pero alguna vez nos ha pasado por la mente preguntarnos ¿si para millones de mexicanos, en su mayoría de origen indígena, ha habido otra opción?
Para aquellos que llegaron del campo buscando una oportunidad de subsistencia, sin estudios, sin dinero para invertir, sin la presencia que exigen los negocios trasnacionales para elegir a sus empleados.
Lo que si considero un defecto, el peor de los mexicanos, es la facilidad con la que hacemos juicios de valor sobre nuestros propios compatriotas.
Con estas cavilaciones llegué al laboratorio, que para mi conveniencia estaba vacío, así es que fui la primera en pasar, el piquete para la toma de sangre fue un chiste junto a la prueba de antígenos, jamás fui tan amable al saludar a una persona, le pregunté a la laboratorista por su familia y le advertí que mi ridícula nariz de duende se había mantenido Virgen y casta hasta hoy, que era mi primera prueba de COVID y que no tenía síntomas, que era solo por seguridad; antes de que acabara de decir lo último me indicó sin ningún tipo de consideración a mi estado ansioso, que echara la cabeza para atrás y dejara de hablar y con un pulso de cirujano introdujo aquella feroz lanceta por mi orificio nasal y estoy segura de que topó en mi cráneo.
Con la poca dignidad que me quedó salí de allí dispuesta a consolarme con un jugo de naranja frente a Los Viveros y con una visión fortalecida y orgullosa del país al que pertenezco, agradezco la oportunidad de hacer un poco de conciencia sobre lo muy trabajadores y valientes que somos los mexicanos.
Aunque hasta ahora la revolución no le haya hecho justicia a la mayoría.