Por. Óscar H. Morales Martínez
Cuando un deportista de alto rendimiento o de fama pública hace algún comentario políticamente incorrecto, realiza actos discriminatorios, comete alguna infracción más o menos grave o se sospecha que realizó alguna actividad que no es ejemplar, las empresas y marcas que lo patrocinan le retiran su apoyo y, en casos serios, se deslindan expresamente del deportista.
La razón es sencilla: ciertas personas representan una imagen de triunfo, perseverancia, éxito, esfuerzo, valores todos que se intentan asociar con la marca que publicitan. Por tanto, una imputación en contra de dichas personas que ponga en tela de juicio esos valores, aunque no haya sido comprobada del todo, implica una mala reputación y consecuente caída en ventas.
Lo mismo sucede con artistas y otras figuras públicas, excepto con los políticos, a quienes parece les aplican otras reglas.
En política, una tendencia inveterada de quienes están en el poder, cuando se ven o sienten amenazados, es desprestigiar y arremeter legalmente contra sus opositores. Desde el pináculo, se utiliza el aparato de justicia para investigar y procesar al enemigo, y fortificar la inmunidad e impunidad del aliado. A mayor poder, mayor autoprotección.
Aunque en el mundo existen gratas experiencias de enjuiciamiento a políticos que abusaron de su cargo, el más reciente es la sentencia de tres años de prisión al exmandatario de Francia, Nicolas Sarkozy, por un caso de corrupción y tráfico de influencias; parece que en México sigue obstruida la justicia para procesar a expresidentes, utilizándose en general como medida de amago y sometimiento cuando algún gobernador o político de oposición se pone muy bravo o no cumple lo que se le pide.
Manejar la justicia a modo no es nuevo, pero será más difícil frenar este vicio si las Instituciones de contrapeso y la división de poderes desaparecen. Vivimos un acelerado debilitamiento de los órganos autónomos de control y vigilancia del poder político, que nos regresará a nuestra zona de anotación, que habíamos logrado abandonar ganando algunas yardas con mucho esfuerzo.
Si un político ha cometido delitos, debe ser juzgado, sea del grupo opositor o en el poder. Lo que no es válido es exonerar a algunos y enjuiciar a otros únicamente bajo el criterio de la conveniencia y “pactos”.
Tampoco es aceptable que cuando exista sospecha fundada sobre la endeble reputación y honorabilidad de un candidato a un cargo público, pueda ser sujeto elegible y menos aún ocupar dicho puesto, no por tratarse necesariamente de un tema de legalidad, sino por un elemental principio de ética y moralidad, así como de otros valores cívicos.
Los políticos deberían ser ejemplo del buen ciudadano, porque su función es servir al bien público y son un instrumento para lograr el bienestar de la sociedad, no solo el suyo.
El filósofo Aristóteles escribió en su Política que el hombre más excelente es el que debe gobernar, y eso no está sujeto a discusión, porque hay una nobleza en el ejercicio del poder, pero también señaló que hay formas de gobierno corruptibles. Así, la monarquía se convierte en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en demagogia, que intenta manipular a los ciudadanos.
En nuestro país, los partidos políticos tampoco son claros y transparentes en la designación de sus candidatos, decantándose por favoritismos y compadrazgos en vez de aptitudes y capacidades. En todo caso, una encuesta purifica a un candidato, como si fueran las aguas del Jordán.
En estos tiempos, es mejor ser el rabo del toro, que la cabeza de vaca.