Los apocalipsis son mucho más comunes de lo que creemos.
Y la buena noticia es que se superan.
Rosa Montero
Boris Berenzon Gorn
Un año de crisis sanitaria que ha tocado los grandes hitos y rincones del ser —salpimentado por los últimos y disímbolos meses de la política mundial y sus estrategas— nos ha llevado a pensarnos al borde del abismo. Las imágenes del caos no nos han faltado: la toma del Capitolio que quedará grabada en la memoria colectiva, la saturación de los hospitales, las grandes nevadas atípicas patrocinadas por el calentamiento global, entre muchas otras. Con el reloj del apocalipsis avanzando cada vez que la comunidad global da un paso en falso, es difícil no pensar que esta es la primera —o al menos la más certera— vez que la humanidad se sabe frente a un posible fin. Sin embargo, las amenazas de la debacle nos han acompañado en cada paso sobre la Tierra.
La escritora Rosa Montero, en su columna para el diario El País, se declara “harta de apocalipsis”, y le pone nombre a un sentimiento que a muchos de nosotros nos ha habitado durante esta etapa moldeada completamente por la pandemia. Desde un Madrid inusualmente cubierto de nieve, con las imágenes de la sacudida en el epicentro de la democracia en la televisión, la autora envía una cápsula del tiempo que, a pesar de describir una situación personal y concreta, retumba en el sentir de cientos de sus lectores.
No es necesario negarlo: más de uno se ha sentido dentro de una película de ciencia ficción de esas donde la Tierra ha dado, finalmente, todo de sí, y a la humanidad no le queda más remedio que mirar desarmada su destrucción definitiva. Y es que, aunque en México llevemos décadas atestiguando destrucción, ésta siempre había tenido alcances que nos parecían más bien cortos o locales. Incluso los virus amenazadores que han aparecido en lo que va del siglo han quedado contenidos en regiones limitadas o han sido controlados tras una batalla que ahora nos parece corta.
Nuestra capacidad de asombro es hoy sobrestimulada por una crisis que no solo tiene alcances mundiales, sino que además ha rebasado los límites espaciotemporales que al inicio pensamos que tendría. De manera excepcional para la historia, prácticamente todo el mundo se ha visto afectado por la misma catástrofe. No es exagerado nombrar el virus como una amenaza para la humanidad misma; quizás no para su subsistencia, pero sí para varios aspectos de sus modos de vida, de sus comodidades. Nos sentimos conectados —tal vez como nunca— con todo el planeta a través de la misma sombra funesta. Difícil es no leer en ello un toque apocalíptico.
Hace apenas un par de días, el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) reveló que la COVID-19 fue, durante el año pasado, la segunda principal razón de muerte en el país, solo después de los infartos. De acuerdo con el primer reporte de mortalidad en México, para el periodo de enero a agosto de 2020, esta nueva enfermedad desplazó a las principales problemáticas nacionales de salud, al menos en los meses que lleva activa. A ello hay que añadir el amplio margen de subregistro presente no solo en el país sino en el mundo entero. Cifras como esta dan cuenta del grave impacto que el virus ha tenido en nuestras realidades y que aún no acabamos de dimensionar.
Si a los graves problemas de salud añadimos los impactos económicos y sociales, no es de sorprenderse que gran parte de la población esté decaída por la depresión o el desaliento. Resulta una proeza social e individual generar expectativas optimistas con cierto toque de realidad en estos tiempos y mantener una mirada con un lente positivo que nos permita seguir avanzando. Sin embargo, hay que reconocer también que la vida misma está hecha de estos cúmulos de dificultades y que, aun así, generaciones y generaciones han conseguido ser optimistas sobre su futuro individual, colectivo e —incluso— como especie.
La propia Rosa Montero afirma que “los apocalipsis son mucho más comunes de lo que creemos”. Y es que, a lo largo de la historia, decenas de civilizaciones se han enfrentado cara a cara con su propio fin, mismo que, en ese momento, parecía simplemente el final de todo. Como Montero señala, “la buena noticia es que se superan. Con costes, eso sí”. Por un lado, aquella máxima que mucha gente intenta erigir para no hincarse ante la tempestad (“la vida sigue”) es poco precisa, porque la vida no sigue para todos; millones de personas se han quedado en el camino como consecuencia de esta etapa caótica. Por otra parte, es verdad que es altamente probable que la humanidad siga en pie por varios o algunos años más y que, propiamente, esto no sea un apocalipsis. El autor realista y naturalista de principios del siglo pasado Vicente Blasco Ibáñez señala en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) que: “La verdadera bondad consiste en ser crueles porque, así, el enemigo, aterrorizado, se entrega más pronto y el mundo sufre menos”. Lo cierto es que después de algunos apocalipsis, aún devastados, la tarea es gigante: salir de los infiernos propios y extraños, típicos y atípicos, para reformular una y mil veces la misma pregunta: ¿cuál es el fin de los seres humanos, y cuáles, sus metas? ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Lo tiene realmente? Quizá no sea consuelo, pero tal vez nos ayude tener cierta perspectiva. Después de este caos apocalíptico, quizá vengan millones de amaneceres más.
Manchamanteles
La tan cantada “luz al final del túnel” parece empezar a divisarse con la llegada de las vacunas. Sin embargo, es sabido que el proceso será lento —en todo el mundo— y que una solución definitiva quizás no se vea en 2021. Pero los problemas no esperan, y los que tendremos que enfrentar después de la COVID-19 ya están a la vuelta de la esquina. Y es que las graves afectaciones a la salud mental que habrá causado este periodo no podrán ignorarse. Los especialistas ya advierten que una mezcla de sedentarismo, aislamiento, depresión y agotamiento estarán mermando nuestras vidas en la época pospandemia.
Narciso el obsceno
La simiente de amor… El narcisista vigila el crecimiento del ego del ser amado; por ello se tornan seductores e ingeniosos. En realidad, buscan verse en el espejo del amor derrochador e inmortal de las más grandes pasiones. Se ven, pues, en el amor romántico, el idealizado. Por ello dura mientras es germen. Oscar Wilde lo entendía bien: “El Libro de la vida comienza con un hombre y una mujer en un jardín; termina con el Apocalipsis”.