Cuando el “yo” se reemplaza por el “nosotros”,
incluso la enfermedad se convierte en bienestar
Malcolm X.
Por Boris Berenzon Gorn
La solidaridad es un compromiso genuino de empatía con los otros en los malos momentos, y a veces, hasta en los buenos. Incluso se sabe que produce salud psíquica y física, ya que da prosperidad a nuestra salud mental más allá de las culpas.
Si algo ha revelado la COVID-19 alrededor del mundo es que la solidaridad nos parece a todos más bonita cuando queda registrada en una foto o en un video que podamos compartir con los desconocidos ante quienes transmitimos nuestras vidas. ¿A quién le interesa una solidaridad que se ejerza en el silencio, que no implique el escándalo sino quietud, que no contenga aplausos, que no pueda darnos likes y que nos obligue a escuchar lo que sea que almacenemos en la mente? Absolutamente a nadie.
La emergencia por la que el mundo está pasando ha requerido medidas extraordinarias. En la escala más cercana, ha traído consigo cierres de negocios, distanciamiento social y suspensión de muchos y variados eventos. Pero en la escala más grande también ha implicado impacto económico mundial, la necesidad de ampliar de forma urgente los sistemas de salud y, en muchos casos, el colapso de estos. Uno pensaría que ante semejante situación —y ante la facilidad de contagio del virus que generó todo en un principio— la última prioridad del mundo sería hacer fiestas masivas o noches de karaoke en Navidad, pero la realidad es otra.
Todo el mundo tiene una opinión sobre cómo debería darse respuesta a la pandemia no solo en México sino en cualquier rincón del globo. Sin embargo, cuando se trata de decidir cómo plantar cara a la emergencia desde lo individual, la ciencia, las recomendaciones de los expertos, el cuidado propio, el de los otros y el sentido común dejan de existir. Y es que la mejor respuesta que puede darse, individualmente, a la pandemia, es una de un orden que poco gusta en esta época: se trata de una respuesta silenciosa, metáfora de la prudencia.
La pandemia nos exige calma, aprender a esperar, a reducir nuestra vida social al mínimo y a no salir si no es necesario. ¿Cómo realizar cualquiera de esas acciones en la época de la transmisión directa de la vida privada? Es verdad que se puede, pero la novedad se agota tras unos cuantos meses. Después de ello, hacen falta nuevas fotos bajo el sol, en el restorán de moda, abrazando a los amigos y brindando por lo dura que es la vida. Es cierto que son los grupos más vulnerados económicamente los que menos pueden resguardarse en estos tiempos, pero también parecen ser los más privilegiados quienes menos están dispuestos a hacerlo.
Ejemplos de ello hay muchos y no hace falta ir más lejos de Twitter para verlos. Personajes hay para aventar. Está, para empezar, el que se queja de que las aglomeraciones no dejen de ocurrir en los mercados, en los tianguis y en las calles concurridas; en suma, en los espacios de la prole. Irónicamente, luego vemos a esos mismos personajes mostrándonos sus fotos en aglomeraciones vacacionales. Dicen cosas como “me siento más seguro en un avión que en un mercado” (¿cómo fue que llegó el virus a todo el mundo? Cierto, en avión), como si de hecho alguna vez hubieran pisado un mercado. Para ese tipo de personajes, las aglomeraciones son peligrosas solo cuando es la gente pobre quien las compone. Las aglomeraciones de gente privilegiada parecen ser inmunes a la COVID-19.
Tenemos, por otro lado, a los que quieren apoyar a que se “reactive la economía”. Uno pensaría que, con tan noble encargo, esos emisarios del bien común estarían comprando alimentos en los puestos callejeros —negocios pequeños de personas que viven al día— o, en todo caso, pidiendo a sus restaurantes favoritos comida para llevar, tres veces por jornada. Una misión tan altruista, pensaríamos, no puede descansar y no va a detenerse por la simple prohibición de comer en el lugar. Pero la realidad no responde a la lógica, y gran parte de los activadores de la economía se detienen cuando es imposible salir a tirar rostro. Es una lástima que el compromiso con el emprendedurismo sea tan endeble.
Tenemos, finalmente, a los que quieren que el mundo arda a toda costa. Si se toma una medida, les parece fatal que se tome. Si no se toma, las parece fatal que no se tome. Y mientras tanto, en la época del distanciamiento social, se quedan de ver para el café y la caguamita con la amiga, con el compadre, con la mamá, con el vecino y hasta con el amigo del amigo, porque ¿quiénes son ellos para hacer un desaire? Eso sí, con todas las medidas, con gelecito de manos y una jerga con cloro para que sobre ella pasen las treinta o cuarenta personas que componen la “burbuja social” que se ha establecido para limitar los contactos en una onda muy Nueva Zelanda.
No cabe duda de que en nuestra visión de la pandemia se juega toda nuestra concepción del mundo: nuestra indiferencia por el otro, nuestro clasismo, nuestro cinismo y, por supuesto, también nuestra ignorancia. “Cuando las arañas se unen, pueden atar a un león” (proverbio etíope).
Manchamanteles
Para el psicoanalista Massimo Recalcati, “los padres y los profesores ya no trabajan juntos en la educación de los jóvenes”. Los objetivos ya no son los mismos y el profesorado tiene que partirse en mil para tener contenta a la diversidad de padres. Y es que, en vez de apoyar los objetivos de la educación, “se han convertido en sindicalistas de sus propios hijos”. ¿Cómo podremos avanzar hacia objetivos comunes cuando el individualismo se opone incluso a las bases de nuestra formación? Seamos eco de las palabras de Doris Lessing: “Se tienen menos necesidades cuanto más se sienten las ajenas”.
Narciso el obsceno
No hay quien ponga su mirada en la cámara, como si no existiera… ¡Narciso gana!