jueves 21 noviembre, 2024
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«CEREBRO 40» Domingo pandémico en Coyoacán

 

Como no puedo hacer ejercicio y tampoco me gusta, elijo caminar.

Una de las razones por las que no me voy de este barrio: la oferta senderista urbana de Coyoacán es infinita, cada calle, cada jardín y cada parque te ofrece un paisaje y una experiencia distinta.

Yo no sé por qué nos enajenamos tanto con el mundo virtual, cuando la realidad es mucho más divertida.

Me compro un esquite con todo y chile del que no pica, y escojo una banca de piedra en el parque de La Conchita, el aire de otoño es delicioso y el espacio abierto nos da la oportunidad a varias personas de disfrutar el día con suficiente espacio de por medio, a pocos pasos de aquí vive un príncipe rojo y revolucionario, pero yo soy capaz de dar la vuelta al mundo para llegar por otro lado y que no parezca que merodeó su casa, como cuando en secundaria eras capaz de pasar todo el recreo detrás de la tiendita para no tener que cruzar miradas con el dueño de tus adolescentes suspiros.

Disfruto la tarde de octubre, además de mi hay un pintor, lleva horas deslizando su pincel en un cuaderno de dibujo, hay más lectores solitarios como yo; a lo lejos puedo ver un grupo de jóvenes ensayando algo que parece ser una pastorela, lo supongo porque traen un trinche y practican bailes; al lado mío un grupo de personas lleva un buen rato discutiendo un tema que no logro entender, al parecer están conspirando una rebelión pacífica porque no han podido reabrir sus puestos, pero tampoco es como que sigan una lógica en su lluvia de ideas.

Me gusta mucho pensar que tras de mi vivió La Malinche con Hernán Cortez y que cada capa de tierra guarda toneladas de historia, tal vez si escarbara debajo de mi banca de piedra podría llegar hasta un mundo prehistórico y yo algún día sea una capita más en este pastel de sedimentos intangibles.

¿Cuántas cosas no sabrán estos árboles? ¿Qué pensarían las piedras sobre nosotros, los habitantes efímeros de este piso?

Fuera de un perro que se acercó a husmear mis zapatos, nadie parece advertir mi presencia ni interesarse en mi, eso me encanta, sentirme parte del paisaje urbano, como una planta o una piedra, me da la sensación de pertenencia como si fuera verdaderamente parte de algo, de manera tan natural que la demás gente no lo advierte.

Me gusta observar a la gente, escuchar un poco de lo que hablan e imaginar sus historias. ¿De dónde vienen? ¿En qué trabajan? ¿Tendrán sexo? ¿Buen sexo? ¿Creerán en Dios? ¿Se llamarán como sus padres? ¿Sabrán la importancia de los signos de interrogación?

Anoche soñé que iba a un parque de diversiones muy extraño, en el que la mayoría de los juegos volaban como cohetes con propulsión propia.

Me gusta mucho soñar, los sueños son lo más personal y libre que existe, nadie sueña igual, ni sigue reglas para hacerlo, supongo que soñar es un arte que se domina con la práctica y los hábitos, no cenar demasiado y no abusar de las ayudas para dormir.

Llegó una mujer a hacerle compañía al pintor anónimo, supongo que es su pareja, es una señora con aspecto de indigente, ahora que lo noto, el pintor también parece un vagabundo.

Un grupo de ciclistas atraviesa el parque, seguro vuelven de rodar por algún bosque lleno de retos, todo en ellos habla de disciplina, espíritu competitivo y salud; volteó a ver mi libro, sorbo mi café y entiendo que no puedo ser una realidad más opuesta y pienso cuantas formas tenemos de existir y ser felices.

El grupo de insurgentes se despide, creo que no llegaron a ningún acuerdo pero ellos se ven satisfechos.

Todavía se escuchan los cantos de los pájaros, que igual que yo, tratan de extender un poco el verano y se niegan a reconocer que pronto será tiempo de hibernar.

La vida es esto, una larga cadena de instantes, una ruta con subidas y apacibles sombras para descansar.

El recuerdo de los sueños y la habilidad de entrelazarlos con las horas de vigilia.

El compromiso de ensayar una pastorela que ignoramos por quién será vista, la sensación de comunidad que se logra participando en un trabajo cualquiera que sea, pero que nos haga ser parte de algo.

La certeza de que todos existimos en diferentes planos y realidades y que el ahora es lo más subjetivo del mundo.

Este fue mi ahora, algo de mi se quedará tal vez existiendo en este espacio cuando yo ya no esté aquí, igual que el de los niños que juegan con sus perros y las parejas que lo son en este preciso instante.

Debajo de los cubrebocas seguimos existiendo, un pedazo de tela sobre la nariz es solo un rasgo de la fotografía que somos ahora y eso, eso también nos hace especiales.

Las cosas graves del mundo siguen pasando, pero en esta hora en La Conchita sucedí solo yo y con esto me quedo.

 

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