Cada día que pasa se sabe mejor
quién es quién y quién no es quién.
Margo Glantz, en Twitter,
24 de septiembre de 2020
La inmediatez tiene el encanto de la pólvora en los juegos artificiales en la noche de una fiesta y la aridez de la resaca del día siguiente por su poca profundidad. Esa es la magia de lo inocuo. El rejuego del triunfo fugaz ante la espera de lo imborrable. Son ritmos que trastocan las pasiones humanas y las temporalidades de cada época.
Para cumplir el sueño de la democracia hace falta mucho más que los mecanismos disponibles para la participación ciudadana. Esta voluntad, sin embargo, no solo debe venir de las autoridades sino también de las personas de a pie. No importa que haya disponible todo un engranaje para la participación si se decide no hacer uso de él o si se utiliza solo de manera ocasional. Por ello, Norberto Bobbio anunciaba que el recipiente de la democracia dependía del “respeto de las reglas como fundamento de legitimidad”.
Toda sociedad necesita de sus mecanismos de participación y de expresión. Precisa también, sin embargo, de saber cómo utilizarlos y de hacerlo a través del acceso a la información veraz y oportuna. Es a la luz de esta reflexión que se hace evidente por qué los derechos humanos son interdependientes y por qué, si no se cumple uno, no se cumplen todos los demás. Y es que con garantizar el acceso a los dispositivos de participación no es suficiente; su uso se vuelve completamente vano si no está detrás el cumplimiento de los derechos a la educación, a la información y a la propia libertad en todos sus canales y formas. La claridad de nuestro tiempo de inmediatez y la falta de conciencia social es retratada magistralmente en el documental The Social Dilemma (Netflix, Estados Unidos, 2020), de Jeff Orlowski, que mucho recomiendo para entender nuestro momento actual.
Este vacío en el ideal de la participación es lo que atestiguamos hoy en prácticamente cada rincón del mundo. La web 2.0 nos ha entregado una gran herramienta para implicarnos, pero, lamentablemente, los huecos y las brechas parecen no haber hecho más que profundizarse. Por un lado, quienes tienen acceso a los dispositivos electrónicos siguen siendo un sector privilegiado, y se quedan de lado millones de personas para quienes la fantasía de la enciclopedia del siglo XXI seguirá siendo solo eso, una simple fantasía —probablemente, durante toda su vida—, una quimera que se alimenta en los pequeños grupos triunfantes del sistema.
Esta herramienta, por otro lado, sirve para poco más que transformarnos en números que alimenten a los grandes intereses cuando lo que reina sigue siendo un gran trasfondo de desinformación o de información sesgada o manipulada. Lo hemos visto en Estados Unidos; las redes sociales que creemos que se encuentran al servicio de los ideales democráticos fueron las herramientas para propagar las llamadas fake news que llevaron a Donald Trump a la presidencia. Como en tantos otros casos a lo largo de la historia, la herramienta no es inherentemente buena o mala. Esta sirve simplemente para los intereses de quien hace uso de ella.
Nuestra idealizada herramienta democrática se ve mermada cuando se programa no para hacernos más libres sino para responder por los planes de los múltiples negocios que se encuentran detrás de ella. Porque Facebook, Twitter y Google no viven de la caridad ni sus bolsillos millonarios se alimentan de todo el bien que les hacen a las democracias del mundo. Por el contrario, sus riquezas tienen otras prioridades y se construyen, aunque para hacerlo tengan que sepultar vidas o ideales.
Eso, por supuesto, si vemos la imagen más grande. Pero, conforme nos vamos acercando a los panoramas locales, vemos situaciones similares y diferenciadas por región o por país. No solo son los intereses de las empresas de Silicon Valley, son también los de otras empresas que, debido a su poder, dominan o dirigen la conversación. Esto, claro, en favor de intereses privados que pueden tener que ver con riquezas o simplemente con la lucha por el poder. Este fenómeno no es infalible, y hay grupos de ciudadanos que intentan contrarrestarlo, que buscan que la agenda responda a los intereses comunes. Lo cierto es que su capacidad de acción puede verse limitada frente al gran entramado que, en resumidas cuentas, controla conversación y logaritmos.
Parte de este fenómeno es que dicha conversación suele orientarse a los temas de coyuntura. El mundo vive una crisis ambiental, política y de desigualdad desde hace muchos años. Estos temas, sin embargo, no importan en lo general. Cobran importancia, dentro de la herramienta, solo de manera esporádica, cuando poner el foco en ellos puede generar tráfico y alimentar los mecanismos monetarios del algoritmo. Una prueba más de que este engranaje, per se, no ofrece una profundización en los temas en que tendríamos que estar reflexionando frente a las grandes amenazas que azotan al mundo.
La tecnología nos ha dado mucho: de eso no hay duda. Pero no cabe duda tampoco de que, como sociedades, en todo el mundo, lo que nos sigue haciendo falta es la filosofía, la búsqueda de la razón, como punto de partida para buscar mejores formas de convivencia, de gobierno y de construcción de las comunidades armónicas que tanto añoramos.
Manchamanteles
La muerte de la magistrada Ruth Bader Ginsburg, jueza de la Corte Suprema de Estados Unidos, significó un cisma en un panorama ya por sí solo turbulento. Dejando de lado el botín político en el que se convirtió el gran espacio que dejó, la partida de la jueza significó la pérdida de un icono para la sociedad estadounidense. Y es que Ginsburg se convirtió en defensora de un sinfín de causas ciudadanas, entre las cuales estuvieron el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, el matrimonio igualitario y la separación de poderes. Pocas figuras han alcanzado una popularidad como la suya, forjada tras décadas de trabajo comprometido con los derechos de la ciudadanía. El hueco que deja la jueza es mucho más que un botín de cualquier partido; es la despedida de un icono de la defensa de la justicia y la igualdad.
Narciso el obsceno
La sutileza es la más exquisita enemiga de Narciso, ya que desde la agudeza mental desmantela los lugares comunes y las “buenas conciencias” de las que nos hablara Carlos Fuentes para ver seres desnudos, furibundos, iracundos, llenos de envidias ante un espejo siniestro: el tiempo ido.