Por MARISA IGLESIAS
Hoy, mi padre habría cumplido 94 años. Pese a su constitución delgadísima y a su apodo, Andrés “El Flaco” Iglesias disfrutaba de la buena comida. La española en particular. Amaba los mariscos del Danubio, los pescados del Guría y las angulas del Puerto Chico, donde comimos el penúltimo domingo de su vida. Pero su verdadero pecado era mexicano. Eran los chiles en nogada. Año con año se daba el lujo de probarlos en distintos restaurantes para irremediablemente llegar a la misma conclusión: los mejores chiles en nogada de México eran los que preparaba su mujer. Punto.
Mi madre hacía una gran comida al año, por estas fechas. Invitaba a los hermanos y sobrinos de mi papá y era muy celebrada por todos. Le sacábamos fotos con la charola de los chiles y le echábamos porras ruidosas. Ella hacía venir a Irene, la espléndida cocinera que trabajó en nuestra casa por más de veinte años, para que le diéramos un aplauso. Y se lo dábamos de corazón, entre deleitados y ya medio borrachos.
Un año, allá por los 90, algo falló y los chiles no quedaron igual de buenos. Cuando la comida acabó, revisé con Irene la receta y constatamos que mi mamá había omitido un ingrediente fundamental: el azúcar de la nogada, que se mezcla a mano, cuidadosamente, antes de servir. La razón del olvido la conoceríamos tiempo después. Mi madre tenía Alzheimer.
Al año siguiente me metí a la cocina con ellas. Seguimos la receta al pie de la letra. Terminamos de capear cuando ya habían llegado los invitados y subimos a arreglarnos, sudorosas y oliendo a fritanga. Yo la maquillé porque a ella ya empezaba a complicársele. Y los chiles de María Elena volvieron a ser los de siempre.
Después, tuve que tomar la estafeta. Yo no cocinaba nada. Pasé de hacer quesadillas a hacer chiles en nogada. Como pasar del Kínder a la Universidad. Con el tiempo, Irene murió y la enfermedad inhabilitó cruelmente a mi madre. Así es que, asustadísima, me aventuré a hacerlos sola por primera vez. Y quedaron buenos para sorpresa de mi padre, que ni en sueños guajiros imaginó verme alguna vez de mandil en la cocina. Tras su muerte en el 2013, mi hermana y yo instalamos a Api, como la bautizó su nieta, en una casa de viejitos muy especializada. El Alzheimer se había vuelto inmanejable y habíamos tenido muy malas experiencias con las enfermeras que la cuidaban en su casa. Y hasta allá le llevábamos en agosto un plato de sopa de huitlacoche y un chile en nogada. Para entonces ya casi no podía hablar, pero aún así, entre bocado y bocado atinaba a decir: “Mmmm, ¡qué rico!”. Siempre fue una gran comelona.
Y resultó que con los chiles en nogada le tomé el gusto a la cocina. Autodidacta, receta en mano y aprendiendo a base de ensayo y error. Mucho error. Este año no pensaba hacerlos por obvias razones, pero mi adorada amiga y colega, Ivonne Melgar, me torció el brazo. El año pasado la convidé por primera vez y ahora ella quería invitar a su hermana Gilda, que es chef. Ivonne y yo nos hablamos muy francamente. Digamos que “al chile”, que en este caso aplica. No me preguntó si planeaba hacerlos, me pidió que los hiciera. Repelé uno poco para mí porque hacer chiles en nogada es, perdón por mi elegancia, una verdadera chinga, pero hoy se lo agradezco con el alma. Porque pasé del confinamiento a algo parecido a la vida pre-Covid. La salida de mercado, la asada y desvenada, las horas de combinar sabores para el relleno, la capeada, la nogada hecha a la mera hora, me devolvieron de golpe a mis padres, a mi hermana, a mis sobrinos. A los amigos con quienes he compartido comidas en los años recientes: Miriam, Cano, Matute, Luis Jaime, Martha, a la distancia. Ana, Laura, Shorty, Paty. Ciro. Gaby, mi querida entrenadora. Mis compañeros de la redacción de Milenio TV. Daniel y Rafael. Scarlett y Alan. Laura, Lourdes y la Tocaya. Mi prima Alma. Christina, mi casera. Ivonne y los suyos. Chucha, que de tantos años ya se sabe de memoria la receta. Pero sobre todo, los chiles en nogada me devolvieron al placer. Al placer perdido en estos tiempos de abstención y abstinencia. Al placer aquel de reír despreocupadamente cerca de otro ser humano sin temor al intercambio de partículas de saliva. Al placer de, sin más, meter el tenedor o la cuchara en el plato ajeno. Al placer de chocar las copas y verse a lo ojos, para no tener siete años de mal sexo. Al placer de abrazar y besar. Al placer de la añorada vida sin cubrebocas ni caretas ni gel antibacterial. Al placer de la vida, pues. Los chiles en nogada fueron un chinga, sí, pero también una gozada maravillosa. Y más en estos tiempos raros. Frígidos sin psicoanálisis. Impotentes sin Cialis. Y fueron un estallido de recuerdos entrañables de toda la vida. Una piñata rota llena de nostalgias.
Luego de cocinar y comer me pasmé, como cada año. Pero ya me “preparo psicológicamente” (Álvaro Cueva dixit) para los excesos del próximo. Porque los chiles en nogada son, y serán siempre, un exceso. Un pecado delicioso. Y si de pecar se trata, pues a hacerlo con todo. Comerse dos o más, echarle doble nogada, tequilear sin piedad, o descorchar mucho vino. O todo junto. Y ya después, a digerir cuatro días. Como una boa que se traga de golpe un conejo. Y a volver a la lechuguita orgánica.
¡Gracias , gracias, gracias, querida Ivonne, por la espoleada!