Fue Ray Bradbury quien dijo que “hay que saber cómo aceptar el rechazo y cómo rechazar la aceptación”. Parece un simple juego de palabras, pero en ese aforismo se concentra un profundo conocimiento de la condición humana y de las preocupaciones que distraen al ser de los objetivos nobles y sinceros. Desde esa condición humana, de la que habla Hannah Arendt, se produce la balanza entre el imaginario y la realidad. Arendt nos dice en Los orígenes del totalitarismo: “Lo que hace que los hombres obedezcan o toleren, por una parte, el auténtico poder y que, por otra, odien a quienes tienen riqueza sin el poder es el instinto racional de que el poder tiene una cierta función y es de uso general”.
Ray Bradbury sabía de sobra que, para comprometerse en una tarea, fuera cual fuera la motivación, era preciso dejar de lado los aplausos. Quizás por ello su exploración literaria nos parece tan honesta y a la vez reveladora: su compromiso estaba con ella misma y con las verdades que al mundo iba a entregar. A 100 años del nacimiento de este escritor estadounidense, conviene posar la vista en su obra y reencontrar los mensajes que dejó para el futuro.
La ciencia ficción suele ser un género menospreciado. Se lo ve como un cúmulo de fantasías que solo sirven para entretener. Es verdad que las alas comerciales han abusado mucho de ella, por el amplio margen que deja a los grandes efectos y los despliegues llamativos de tecnología de punta. Es verdad que en la ciencia ficción hay naves espaciales, viajes en el tiempo y descubrimientos de la ciencia con los que en el presente solo podemos soñar. Pero también hay otro ingrediente que la hace muy valiosa: la reflexión en torno a lo humano, a lo social, que el autor ha a aprendido a hacer de forma única y precisa.
La ciencia ficción es mucho más que encuentros con extraterrestres. Es uno de los enjuagues más exquisitos con el imaginario y, por ello, no es casual que intente preguntarse quiénes somos frente a lo diferente. Sus preocupaciones no son otras que las que ha tenido la literatura durante siglos: ¿en quiénes nos convertimos cuando detentamos el poder? ¿Por qué callan las personas frente a los regímenes autoritarios? ¿Qué dice la tecnología de nuestra relación con el planeta? Para responder estas preguntas, él tiene sus propias respuestas, pero las inquietudes que plantea son las mismas que han impulsado a la literatura durante años.
En Ray Bradbury, estas preocupaciones siempre fueron manifiestas. Para explorar la intolerancia escribió cuentos como los contenidos en El signo del gato. El racismo nunca le fue indiferente, y las injusticias de él derivadas quedaron plasmadas en un sinfín de relatos. En Crónicas Marcianas la incapacidad de empatizar con el otro llega al más ridículo extremo. Dos especies de dos planetas distintos se encuentran, pero una no consigue dimensionar las magnitudes del suceso. A sus miembros les es más fácil pensar que el visitante es un lunático que no ha viajado en el espacio más que en sueños. Y, así, la más grande posibilidad de comunicación vista en el sistema solar se pierde.
¿Cuántos puentes no se pierden de la misma forma entre nosotros, los humanos? ¿De cuánto conocimiento nuevo y sorprendente nos perdemos en el día a día por demeritar al otro, por considerarlo inferior o falto de un tornillo? Hablamos de extraterrestres, sí, pero hablamos también de intolerancia, de odio, de discriminación y de sus expresiones más violentas. Todos esos problemas estaban vigentes en los tiempos en que Ray Bradbury escribía, y siguen presentes hoy.
En la ciencia ficción suelen buscarse predicciones. Se dice que habla del futuro como si su papel fuera consolidarse como el horóscopo más preciso. Pero el foco no está en los hechos sino en las causas. Lo que busca es desentrañar los fenómenos humanos que los desatan, las pasiones y los vicios que los llevan a ocurrir. Por supuesto que no estamos viviendo en un mundo (no de manera generalizada, por lo menos) en que los libros se incineren y sean penados la memoria y el conocimiento, como en Fahrenheit 451. Sin embargo, eso no significa que la novela no refleje una realidad que en verdad se parece a la nuestra.
La era de la web 2.0 tiene sus similitudes con esta distopia. La vasta capacidad que tenemos de acceder a una amplísima información con solo un clic, por mucho que se parezca a un sueño democrático, se asemeja también a la preocupación que tenía Bradbury de que la gente abandonara los periódicos y se alimentara nada más de titulares. Es verdad: los soportes cambian, así es la tecnología. Uno no puede oponerse a ese proceso por la pura nostalgia. Sin embargo, en el cambio del diario impreso al digital quizás hemos dejado algo más que el soporte tradicional.
Quizá se nos fue también ahí la posibilidad de informarnos a profundidad y de formarnos nuestro propio criterio. ¿Qué puede ser más vulnerable a la manipulación de un régimen económico o político distópico que una sociedad que se piensa enterada de todos los acontecimientos mundiales con el solo hecho de haber leído encabezados? Encabezados que, además, pueden ser generados con rigor o sin él, que pueden bien ser un dato comprobable o una opinión de quien los escribe.
Lo dice el director de cine Ramin Bahrani en El País: “A medida que el mundo virtual se vuelve más dominante, tener libros se vuelve un acto de rebelión”. Y es cierto, pues pocos objetos son hoy tan resistentes a la manipulación mediática, a la “posverdad” y a la información falsa que en la web 2.0 fluyen a desmano. Pero el libro no es sagrado per se. Su importancia radica en el juicio crítico con que aprendimos a convivir con él, un juicio que estamos dejando ir, como si los bomberos de Fahrenheit 451 estuvieran incendiándolo.
Manchamanteles
Si Ray Bradbury viera el 2020, ¿qué tendría que decir en comparación con las décadas vividas? Muchas cosas han cambiado, otras permanecen intactas y muchas más renacen de los escombros. Seguro que hay avances innegables, pero son igualmente visibles los fenómenos con que no hemos podido acabar: racismo y discriminación, pobreza, marginación. ¿Hasta cuándo dejaremos que nos acompañen? Muchos soñaron con replantearlo todo después de la cuarentena… ¿Será que el ideal murió tan pronto como salimos a la calle?
Narciso el obsceno
El que odia tiene una base para justificar la existencia de algunos narcisistas, ya que viven para reflejarse como antagónico aparente de lo que en el fondo quisieran ser. Su venganza, sin ser legitima ni genuina, los coloca siempre en el cómodo papel de acusador, lo que los ayuda a evadir su propia existencia gritando con vehemencia “al ladrón, al ladrón” cuando en realidad son ellos quienes viven gracias al otro y allí muestran sus carencias.